27 febrero 2024

Pregón por el día de La Isleta

 


Desde que tengo uso de razón, el barrio de La Isleta siempre ha estado presente en mi vida, en momentos felices, pero también en los tristes.

La Isleta ha tejido su presencia en mi desde la infancia. Mi abuela materna, Antonia, buscando nuevos horizontes, se estableció en el Grupo del Carmen en la década de los cincuenta. Ese conjunto de casas, ubicado a la entrada del Confital, se convirtió en un punto de encuentro familiar. Allí, junto a mi abuela, se reunían sus hijas, entre ellas mi madre, forjando un vínculo inseparable con el barrio.

El primer recuerdo que tengo de La Isleta es un recuerdo triste, muy triste. No fue otro que la muerte de mi padre, allá por el año 1971, cuando yo contaba con apenas seis años y mi tío Daniel nos trajo a mis hermanos y mí a casa de mi abuela.

A pesar de la tristeza que teñía aquel día, un destello de luz se abrió paso cuando mi tío sugirió bajar al Confital. Desde arriba veía, con claridad, la multitud de chabolas que se repartían por toda su costa, pero, a pocos pasos, había un entorno único. Encontré una nueva perspectiva que, de alguna manera, alivió el peso de la pena. La marea baja me brindó la oportunidad de explorar y examinar cada charco que se cruzaba en mi camino, transformando un día gris en una experiencia llena de fascinación. El sonido del mar y ese aroma tan particular, actuaron como un bálsamo natural, mientras que los gueldes, los cabozos, las fulas, las vacas de mar, los camarones y algún que otro pulpo, se convirtieron en protagonistas de aquel día. Cada rincón del Confital se transformó en un universo por descubrir, y la interacción con la vida marina aportó una dosis de distracción, asombro y renovada curiosidad. Incluso hoy, caminar por las piedras y charcos del Confital, me transporta a ese refugio, donde la brisa marina y el sonido de las olas me regalan una profunda sensación de calma.

Las repercusiones de la muerte de mi padre, que transformarían mi vida para siempre, aún se escondían en el horizonte que todavía estaba por descubrir, que estaría lleno de desafíos y aprendizajes que marcarían mi crecimiento y evolución a lo largo del tiempo.

A partir de aquel momento, mi relación con La Isleta tomó un nuevo rumbo. Los sábados se convirtieron en días especiales, ya que mi tío Juan venía a buscarme al barrio de Escaleritas para ir a casa de mi abuela.

El viaje desde Escaleritas hasta La Isleta se volvió un trayecto anhelado, porque yo, después de pasarme cinco días internado en la Casa del Niño, contaba los días para que llegara el sábado e irme para La Isleta. Íbamos en la antigua línea 3, y nuestra última parada era el Mercado del Puerto, un lugar lleno de vida y actividad desde primera hora de la mañana. Desde allí, emprendíamos el ascenso por la calle Faro, haciendo paradas estratégicas en algunos bares. En cada bar, mi tío pedía un pisquito de agua Firgas para mí y mientras yo disfrutaba de un buen vaso de agua, él se tomaba un pizco de ron carta blanca, que le sacaba una sonrisilla socarrona y que se le mantenía a lo largo del día.

Subíamos hasta casi el final de la calle Faro y bajábamos hacia el cine Litoral y luego subíamos por la maltrecha carretera que nos llevaba a nuestro destino, que no era otro, que la casa de mi abuela Antonia en el grupo del Carmen.

La casa de mi abuela, ubicada en el primer piso, es un recuerdo que atesoro con un cariño muy especial. Lo más destacado era, sin duda, el pequeño patio que, a mis ojos de niño, me parecía inmensamente grande, pero no lo era tanto, pero que estaba lleno de vida. Palomas, gallinas, y en ocasiones, algún conejo o pato, que se movían con libertad entre la diversa flora que allí florecía. Mi abuela había convertido los botes de pintura reciclados y bloques de picón en improvisados maceteros, donde cultivaba una amplia variedad de hierbas aromáticas, hierba-huerto, romero, perejil y orégano.

Grabadas en mi memoria están las mañanas en casa de mi abuela, que se distinguían por un aroma singular. En la penumbra, previa al amanecer, cuando el día aún se resistía a despertar, un perfume único impregnaba la casa: el inconfundible olor a mar que llegaba del Confital. Esa fragancia marina se entrelazaba con el reconfortante aroma a café colado, un ritual matutino que mi abuela, infatigable y llena de vitalidad, ejecutaba con esmero cada día.

Aquellas mañanas o tardes, dependiendo del vaivén de la marea, se quedaron grabadas en mi memoria con una nitidez asombrosa. La anticipación de esperar a que la marea estuviera baja era un ritual compartido, una puerta abierta a la aventura de «pulpiar» o mariscar en el Confital. Fue allí donde aprendí la técnica para coger pulpos, armado con una fija, un bichero y un paño blanco.

Mi tío y yo recorríamos todos los charcos cuando bajaba la marea, atentos a cualquier indicio de movimiento. Cada charco se convertía en un pequeño universo por explorar, con la esperanza de encontrar a algún intrépido pulpo dispuesto a defender su escondite. La danza del paño blanco, se convertía en un juego intrigante, donde la astucia del pulpo y mi habilidad para atraerlo se entrelazaban.

Aquellos años no fueron solo una etapa más en mi vida, sino una profunda lección que me acompañó en mi camino. La esencia de aquellos fines de semana perdura en mi memoria, recordándome la importancia de valorar los pequeños placeres, la conexión con la familia y la belleza de sumergirme en la naturaleza, una constante que siempre ha estado presente en mi vida.

Sin embargo, a medida que me adentraba en la adolescencia, una etapa que coincidió, tristemente, con la muerte de mi abuela en 1981, mi conexión con La Isleta experimentó un cambio significativo. A partir de ese momento dejé de frecuentar el barrio de manera regular, aunque aún hacía visitas esporádicas a mi tío Juan.

Pero el destino me tenía reservada una sorpresa. Me enamoré de una mujer del barrio, mi actual esposa, Irmina, y tras diez años de relación, nuestra historia de amor se consolidó con el matrimonio. Esto me llevó a mudarme a la calle Faro, marcando un nuevo capítulo en mi vínculo con La Isleta, un lugar cargado de recuerdos y significados.

La primera mañana en la calle Faro, me desperté antes del alba. Al abrir la ventana, una oleada de aromas me envolvió: el reconfortante olor a café y la fragancia marina. De inmediato, aquellos recuerdos de la infancia se precipitaron sobre mí. Había vuelto a La Isleta.

Ahora, de regreso al barrio, mi perspectiva ha cambiado. La experiencia y los años vividos me permiten verla con nuevos ojos. Y sí, todo ha cambiado, mucho más de lo que imaginaba.



En el presente, nos encontramos frente a diversos desafíos que afectan a nuestro barrio de manera significativa. La gentrificación avanza rápidamente, adueñándose del entorno de manera agigantada. La inseguridad se manifiesta en algunas zonas del barrio, escasean las zonas verdes y peatonales. La movilidad, la limpieza, el ruido y la falta de espacios para la cultura y las asociaciones son temas apremiantes. No obstante, a pesar de estos obstáculos, el barrio alberga inmensas oportunidades que debemos aprovechar y por las cuales debemos luchar.

Un aspecto clave es la gentrificación, que no solo representa un desafío, sino también una oportunidad para promover un desarrollo inclusivo y sostenible. Podríamos considerar estrategias para equilibrar el crecimiento, preservando la identidad y diversidad del barrio. La participación activa de la comunidad es esencial para garantizar que cualquier cambio refleje, verdaderamente, las necesidades y aspiraciones de los residentes.

La seguridad también debe abordarse de manera integral, trabajando en estrecha colaboración con las autoridades locales, para implementar medidas que promuevan un entorno seguro e integrador.

Además, la creación de más espacios verdes y peatonales no solo contribuiría a mejorar la calidad de vida, sino que también podría mitigar problemas de movilidad y ruido.

Respecto a la gestión de locales y espacios públicos, la comunidad podría impulsar iniciativas para asumir la responsabilidad de dichos lugares, fomentando su uso para actividades culturales y eventos comunitarios. La recuperación de espacios históricos, como el Canarias 50 o el edificio RACSA, podrían convertirse en proyectos emblemáticos que fortalezcan el sentido de pertenencia y la conexión entre los residentes.

En cuanto a la movilidad, es crucial abogar por un sistema que garantice seguridad y accesibilidad para todos. Esto podría incluir la implementación de ciclovías, la mejora del transporte público y la creación de áreas peatonales amigables.

Por último, la colaboración con el ayuntamiento es esencial. Trabajar en conjunto para mejorar los servicios públicos, asegurando que estén a la altura de las necesidades de la comunidad, contribuirá a construir un barrio más vibrante y próspero.

Es el momento de convertir los desafíos, en oportunidades y trabajar de manera conjunta por un futuro mejor para La Isleta. Un barrio donde la calidad de vida sea una prioridad, la participación ciudadana sea un pilar fundamental y el desarrollo sostenible sea un objetivo compartido por todos. La colaboración entre vecinos, autoridades y entidades privadas será la clave para forjar un futuro vibrante y próspero.


Muchas gracias.

¡Viva La Isleta!


23 febrero 2024

Un palo en la rueda de la Vela Latina Canaria

 


Esta noche me enteré de una triste noticia para la Vela Latina Canaria de Botes y la noticia era que el presidente de esta federación, Bernardo Salom, les comunicó a dos miembros activos del Comité de Regatas que no les iba a renovar la licencia para esta temporada. Estos dos miembros del comité no son unos que pasaban por allí, son Fernando Cambres y Rosana Brehcist, dos profesionales como la copa de un pino y que llevan muchísimos años vinculados a los botes y entregados, de cuerpo y alma, al Comité de Regatas.

Desconozco las razones por las cuales el presidente de la Federación ha tomado esa decisión, pero, sean las que sean, no las comparto ni las compartiré porque quitarte a dos profesionales de la talla de Fernando y Rosana es un error ya no solo de cálculo sino de estrategia de futuro.

Cuando ostentas la presidencia de un ente como la Federación de Vela Latina Canaria de Botes tienes que estar por encima de muchas cosas, tener cintura y mandíbula para aguantar las críticas constructivas, vengan de donde vengan, y si estas vienen de Fernando o Rosana, yo me las tomaría en serio, porque cuando hablan de seguridad en el campo de regatas o de las instrucciones de regatas saben de lo que están hablando.

Yo pensaba que el Comité de Regatas era un ente independiente, vinculado a la federación, pero independiente, pero resulta que no lo es y eso es un asunto que nos debe preocupar a los que participamos de alguna o de otra manera en este deporte.

No renovar la licencia a Fernando y Rosana es otro elemento que me hace pensar que nuestro deporte no pasa por su mejor momento, que algo huele a podrido en Dinamarca, pero como dicen muchos: tenemos lo que nos merecemos.

Personalmente, siento mucho la perdida de estos dos profesionales que me enseñaron muchísimo cuando fui miembro de Comité de Regatas, y me llevé de ellos consejos y experiencias que no olvidaré, que me hicieron ver el mundo de los botes desde otra perspectiva y que me hizo crecer como botero.

Solo espero que se recapacite y que el presidente se quite el palo que ha metido en su rueda.