18 enero 2012

¿Pepín?

Fuente: Pixabay

Antes de entrar a mi turno de tarde, me tomo una menta-poleo, a eso de las cinco, creo que me relaja. Mientras, leo a Paul Auster.
Para mí se ha convertido en una ceremonia, llegar, pedir la menta-poleo y leer hasta que se haga la hora de entrar a mi trabajo.
Pero ayer la tradición se rompió, porque después de que Carmen, la camarera, me trajese mi infusión y yo estaba navegando por las calmadas aguas de Auster, oí una voz que decía:
——¿Pepín?
——¿Pepín?
Yo seguí enfrascado en la lectura, al tiempo que disfrutaba, a poquitos, de mi deliciosa menta-poleo. De reojo, vi a una señora de mi misma edad, rubia platino y que no dejaba de mirarme y llamarme Pepín.
Como quiera que no respondía a sus insistentes requerimientos, se levantó, se sentó delante de mí y me dijo:
——Pero Pepín, ya no conoces a nadie, que salvaje eres.
——Señora, usted perdone, pero yo no la conozco de nada y no me llamo Pepín.
——¡Cómo que no! ¡Qué nos conocemos desde que eramos unos niños! Incluso fuimos medio novietes, ¿es que ya no te acuerdas?
——Señora, usted disculpe ——dije con toda la educación del mundo y pensando que la señora no estaba del todo en sus cabales—— le aseguro que yo no soy Pepín. Yo me llamo Moisés.
——¿Moisés? ¿Cómo que Moisés? ¡Tú eres Pepín, coño!
Mi teoría de que la señora estaba totalmente loca, iba tomando cuerpo a toda velocidad y volví a contraatacar con bastante aplomo.
——Creo que usted está confundida, quizás tenemos cierto parecido ese Pepín y yo.
——¿Cierto parecido? Tú eres Pepín. Espera...
Cogió su bolso y comenzó a rebuscar dentro de aquel abismo negro de cuero añejo, hasta que sacó una cartera a reventar de los papeles que tenía dentro, los puso encima de la mesa y comenzó a buscar no sé el qué.
Yo observaba atónito las maniobras de rescate de ese algo que estaba buscando con tanto ahínco. Apagué mi libro electrónico y me dediqué a intentar saborear la deliciosa infusión, rezando para que sus efectos tranquilizadores, aplacaran a los dioses de la ira que ya comenzaban a despertarse dentro de mí.
——Aquí está ——dijo con satisfacción, como si hubiera encontrado un tesoro perdido ——es que yo lo guardo todo, sabes Pepín, y aquí tengo la foto tuya, no debe de tener más de diez años.
Cogí la fotografía y de un golpe de vista me reconocí entre un grupo de personas que no conocía y que parecían que estaban celebrando el fin de año.
Me quedé atónito y sin saber que decir,  porque Pepín tenía un parecido extraordinario conmigo. Miré a la señora y le dije:
——Señora, el parecido es increíble, podríamos ser gemelos, pero, le repito, que no soy Pepín. Espere que yo también tengo mis pruebas para demostrarlo.
Y sin demora, busqué en mi vieja cartera, de cuero marroquí, que ya necesitaba un remplazo, mi DNI, se lo enseñé y le dije:
——Lo ve, Moisés Morán Vega, no Pepín.
La mujer del cabello platino se quedó un momento en silencio, sin entender muy bien lo que pasaba y volvió al ataque.
——Sí, yo sé que tuviste un lío en el pueblo y desapareciste sin dejar rastro y conseguir un carnet falso, es fácil. Dímelo, eres Pepín, no se lo diré a nadie.
En ese momento dí por terminada la conversación, recogí mis cosas, saludé a Carmen desde la distancia y me fui sin pagar. Entretanto, la rubia gritaba, ¡sé que eres Pepín, no puedes negarlo!
Yo me encaminé hacia mi trabajo, dándole vueltas al parecido asombroso que había entre el tal Pepín y yo y pensando que cabría la posibilidad de que fuéramos hermanos gemelos, porque yo fui adoptado cuando era un niño.
A la mañana siguiente volví a mi rutina, a mi menta-poleo a eso de las cinco, a mi lectura de Auster y deseando volver a encontrarme con aquella rubia platino histriónica para que me hablará de él que ella había conocido y comenzar a resolver los interrogantes que, la noche anterior, habían comenzado a florecer en mi cabeza, como amapolas en los primeros días de primavera.

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