28 octubre 2017

El metro cuadrado de tu zona de confort


Se levantó como todos los días, temprano y sin prisas. Saludó a su perrita Molly, preparó la cafetera y la puso en la vitrocerámica. Se desvistió y se metió en la ducha. Se secó, se puso la toalla en la cintura y salió cuando la cafetera comenzó a silbar. Apagó la vitrocerámica, cerró la tapa de la cafetera, se fue a su habitación y se vistió con su mejor traje. 
Salió de su habitación con la maleta, fue al salón, cogió el pasaje de avión que había en la mesa y lo miró durante unos instantes. Sintió como el corazón le palpitaba como un caballo desbocado. Su perrita Molly estaba sentada junto a él, moviendo el rabo, esperando que la sacara al parque. Le acarició la cabeza y le dijo:
—Hoy no te podré sacar. Lo siento. A mediodía vendrá María y te dará un paseo. Yo tengo que viajar, Molly, tengo una reunión de trabajo a la que no puedo faltar.
Dejó el billete de avión en la mesa, fue a la cocina y se tomó el café. 
Se levantó y dejó la taza del café en el fregadero, abrió el grifo y le puso un poco de agua. Salió de la cocina, fue al salón, se puso la chaqueta, cogió el pasaje, la maleta, abrió la puerta y salió al descansillo. Cerró la puerta y le pasó todas las vueltas a la cerradura. Se dirigió hacia el ascensor, tocó el botón para llamarlo y esperó. 
Observó, con curiosidad, cómo pasaban todos los pisos por el contador digital del ascensor y, sin saber muy bien porqué, pensó en su vida que, al final y a la postre, era como un ascensor, que subía y bajaba, sin tener otro objetivo que el que le habían marcado desde la infancia.
El timbre del ascensor lo sacó de su reflexión. La puerta corredera se abrió y él entró. 
Al poco se vio en la calle, miró hacia un lado y luego hacia el otro. Comprobó la hora en su reloj y se dirigió hacia la parada de taxis que había al final del parque. 
Atravesó el parque despacio, acompañado por el traqueteo de las ruedas de su maleta, sin quitarse de la cabeza el ascensor y su conteo digital.
Al llegar a la parada, comprobó que estaba vacía. No había ningún taxi. Volvió a mirar el reloj, pensó que no llegaría a tiempo al aeropuerto y, por primera vez en su vida, le dio igual. 
Se quedó allí esperando a que llegara un taxi que lo llevara al aeropuerto. Al poco llegó uno, pero él dio media vuelta y regresó sobre sus pasos.
Ahora ya no pensaba en el conteo digital del ascensor, ni en su trabajo, ni en la reunión que tenía en aquella ciudad que estaba a más de tres mil kilómetros, ni en el despido, ni en su indemnización, ni siquiera qué iba a hacer con su vida a partir de ese momento, solo pensaba en llevar a su perrita Molly al parque que estaba frente a su casa y en el metro cuadrado de su zona de confort.


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