31 mayo 2018

No sin agua. Primera parte

El historia que les presento es un cuento futurista que he dividido en dos partes para que pueda ser leído con tranquilidad y nos relata el problema que podemos tener con la gestión del agua si no actuamos con sentido común.

I

Me llamo Marla y en mi pueblo casi no quedaba agua. Sabíamos que la falta de agua era un problema muy serio, tanto, que a la entrada había una inmensa pantalla digital que contabilizaba los metros cúbicos que se gastaban minuto a minuto; era, según nuestro alcalde, una manera de tomar conciencia de lo importante que era el agua para nuestras vidas.
Lo cierto era que, desde que nacimos, éramos conscientes de lo fundamental que era el agua para nuestras vidas y no hacía falta ninguna pantalla digital para que supiésemos lo importante que era el líquido elemento.
Nuestra vida giraba en torno a ella, desde que nos levantábamos hasta que nos íbamos a la cama; el estaba presente en la mayor parte de nuestras actividades, porque, de una manera o de otra, nos recordaban que teníamos que usarla de forma consciente y limitada.
En mi pueblo siempre hubo problemas con el abastecimiento y los cortes en el suministro eran muy frecuentes, de una hora, de tres, de siete, hasta que empezaron a cortarla un día, tres, siete y quince.
Nos fuimos acostumbrando a los cortes y a ahorrar todo el agua que fuera posible, para que nos durara de corte en corte, llenando todos los recipientes que se pudieran llenar, bañeras, baldes, bidones, garrafas, botellas y palanganas.
La situación se hizo insostenible cuando la empresa que gestionaba el agua subió tanto los precios, que el agua se convirtió en un producto de lujo que pocos podían pagar y el pueblo no tuvo otra alternativa que echarse a la calle a protestar; se levantaron barricadas, se cortaron calles y nos enfrentamos contra las autoridades y la guerra del agua duró más de una semana hasta que por fin el gobierno central intervino.
El gobierno era consciente de que el agua se había convertido en uno de los problemas más graves que tenía que resolver, porque la falta de agua corriente no solo era un problema que afectaba a nuestro pueblo, sino que afectaba a muchos otros pueblos y, sobre todo, a las grandes ciudades, que sabían cómo resolver ese grave problema.
Al gobierno no le quedó otra alternativa que intervenir y sacó la primera Ley del Agua en la que se establecían los precios mínimos para intentar controlar la especulación, pero no valió de nada, porque las compañías buscaron fórmulas legales para seguir subiéndolos, basándose en que los costes de producción eran muy elevados y no había manera de bajar los precios si no había, de por medio, algún tipo de ayuda por parte del Estado.
Como casi siempre ocurre, la Ley del Agua no gustó a nadie y se la tachó de favorecer a los más pudientes y dejar de la mano de Dios a los más desfavorecidos que tenían que hacer mil y unas peripecias para gastar la menor agua posible, poder llegar a fin de mes y poder comer.
Lo cierto era que la ley venía a favorecer a los que más tenían y que se podían permitir el lujo de pagar los altísimos precios del agua. En cambio, los más pobres teníamos elegir entre comer o renunciar a unos litros de agua para poder llevar una vida digna.
Por ejemplo, en mi casa padecíamos, en carne propia, los problemas del agua porque mis padres tenían que elegir, un mes sí y otro también, entre tener agua corriente cada cinco o siete días o comer de manera digna y optaron por, no solo restringir el agua, sino también restringir la comida, porque si no lo hacíamos así la vida en mi casa sería insostenible.
Era duro tener que estar eligiendo sobre la comida o el agua; ambos elementos fundamentales para la vida, pero no había otro camino.
Sin embargo, la cuestión a la que nos enfrentábamos era diferente, porque jamás nos habíamos enfrentado a un futuro sin agua, y sin agua, no había futuro.
Nuestro pueblo estaba en el interior, a miles de kilómetros del mar, rodeado de interminables páramos y con un gran desierto al sur, que iba creciendo año a año y que amenazaba con tragárselo en unos años si no poníamos remedio.
En las ciudades y pueblos cercanos al mar habían solucionado el problema con las potabilizadoras, que transformaban el agua salada en agua potable, utilizando como motores los molinos gigantes de viento que combinaban con la energía del mar y la fotovoltaica, porque el petróleo se había agotado hacía más de treinta años.
Sabíamos que se habían construido acueductos que transportaban el agua desde el mar hacia el interior y que, incluso, se estaban utilizando los oleoductos y gasoductos para llevar el líquido elemento hacia los lugares donde el agua escaseaba. Habíamos visto y oído que habían logrado llevarla hasta poblaciones que estaban a ocho mil kilómetros, pero nuestro pueblo estaba demasiado lejos, quedó fuera de los planes quinquenales del gobierno central y prometieron que, en tres años, las tuberías llegarían a nuestras casas. Sin embargo, nosotros no podíamos esperar; teníamos que buscar una solución definitiva y económica.
En mi casa el problema parecía no importar. De alguna manera se aceptaba la situación y yo no estaba dispuesta a aceptarla. Así que una noche, después de una fuerte discusión con mis padres, subí a mi habitación y me senté en la cama, me puse las gafas del procesador y activé la pantalla gigante que se proyectó en la pared. Volví a hacer una búsqueda sobre las soluciones para buscar el agua y todas eran soluciones tecnológicas, muy caras y todas estaban en manos de las compañías. Seguí buscando hasta que encontré un vídeo en el que hablaban del problema del agua. Los visualicé hasta el final y allí había varios enlaces relacionados con el tema. Los leí todos, hasta que llegué a un enlace que se llamaba «Emeterio, el buscador de agua». Sentí curiosidad y lo abrí y me encontré con el vídeo de un anciano que tendría más de cien años, erguido como una caña de río, sonriente y que hablaba de su forma de buscar agua. Una fórmula bastante primitiva, pero efectiva y que, según él, nunca fallaba. Activé el geolocalizador y me lo ubicó a cien kilómetros de mi pueblo, hacia el sur, justo donde empezaba el desierto de Cleoorta. El pueblo de Emeterio se llamaba Aunpurn.
II
Busqué si el viejo tenía activado la vídeo llamada, pero no, no la tenía, así que me tocaba viajar a su pueblo para poder hablar con él. Sin pensarlo mucho, reservé un taxi sin conductor para la mañana siguiente y estaría en Aunpurn en quince minutos.
A la mañana siguiente cogí el taxi, volamos hacia Aunpurn y llegamos a la hora prevista. El pueblo parecía que había sido abandonado, aunque el censo decía que vivían trescientas personas, yo no las vi por ningún lado. Las casas estaban cerradas a cal y canto y no había ni un alma en la calle. Seguí las indicaciones de mis gafas digitales y caminé diez minutos hasta que llegué a las afueras del pueblo. El sistema operativo de las gafas me informó que había llegado a mi destino. Allí había una casa, distinta de las que había visto hasta el momento. Blanca, con una puerta azul, dos ventanas a los lados y otra ventana a escasos metros de la puerta. Me acerqué y al instante se activó una pantalla en la puerta azul que me preguntó que qué deseaba. Le dije al ordenador que quería hablar con el señor Emeterio. Esperé la respuesta, pero la puerta se abrió al instante y entré.
La estancia era minimalista, con los muebles indispensables, una hamaca al fondo de la estancia y muchos cojines gigantes por el suelo. La sala estaba iluminada por la claraboya gigante que había en el techo del salón. Se oía música, pero muy bajita. Distinguía un piano, una trompeta y la voz quebrada de una mujer. Esperé, pero al poco me dirigí despacio hacia el fondo, donde estaba la hamaca. Al llegar allí, pregunté:
—¿Señor Emeterio?
—Aquí estamos, señorita, aquí estamos.
Apareció por el fondo, caminando muy despacio y con un vaso lleno de agua.
—Aquí tiene un buen vaso de agua, con un chorrito de limón que le vendrá muy bien.
Cogí el vaso y me bebí el agua de un solo trago. Estaba fresca y distinta a la que solíamos beber en nuestro pueblo.
—Uhmm, está muy rica, sin ese sabor a tierra.
—Claro que sabe distinta, porque no es agua desalada. Es agua del pozo que está justo debajo de esta casa y del único acuífero que todavía no se ha secado. Es la mejor agua que vas a beber en mucho tiempo.
—Sí, lo sé y más en los tiempos que corren en los que el agua escasea tanto.
—¿Cómo te llamas y a qué debo el honor de tu visita?
—Me llamo Marla y he venido a que me enseñe a buscar agua, esa técnica que explica en los vídeos de Internet. No le robaré mucho tiempo.
El viejo se dirigió hacia la hamaca y se acostó en ella.
—No tengo inconveniente en enseñarte la técnica, pero no te servirá de nada. No hay agua que buscar. Los acuíferos están secos y hasta que no vuelva a llover no se llenarán. Hace muchos años, tú no habías nacido, los acuíferos se alimentaban de la nieve perpetua de las altas montañas, pero con el cambio climático y el calentamiento de la tierra, no hay nieve. Ahora solo dependemos de la lluvia y cada vez llueve menos.
Pensé en lo que me decía. Así era. Llovía dos veces al año. Caían dos gotas de agua y poco más. El clima había cambiado desde hacía mucho tiempo.
—Entonces no le molesto más. Gracias por recibirme. Llamaré a un taxi —le dije, después de dejar el vaso de agua sobre una mesa.
—Tendrás que quedarte aquí hasta mañana, porque se acerca una tormenta de arena.
—¿La tormenta es inminente?
—Sí, es de las gordas. No te preocupes, podrás dormir aquí y mañana podrás irte. Tengo una habitación de invitados. Así tendremos tiempo de hablar y contarte lo que sé.
—Lo siento, lo menos que quiero es molestar. Tendría que haber venido otro día.
—No importa. Estaremos bien. Puedes sentarte en uno de esos cojines.
Me senté en uno que estaba frente a la hamaca. Recordé que no les había dicho nada a mis padres, así que los llamé, les dije dónde estaba y que regresaría mañana.
—Asunto arreglado, me quedaré aquí esta noche.
—Entonces querías ser zahorí —me dijo con una sonrisa.
—Sí, que me enseñara a buscar agua. En mi pueblo lo estamos pasando muy mal. Las familias solo trabajan para pagar el agua. Ya casi no tenemos para otra cosa.
El zahorí se mantuvo en silencio durante un tiempo y luego me dijo:
—Sí, el agua es un negocio muy lucrativo. Antes lo era el petróleo. Muchas multinacionales lo han visto claro desde el principio y no se equivocaron.
—No entiendo qué quiere decir.
—Lo que quiero decir es que las compañías multinacionales del agua, esas que la desalan y la llevan por todo el mundo, las que han comprado los acuíferos y los pozos, a ellas no les interesa que haya un acceso universal y gratuito al agua. Es su negocio.
—Ese acceso universal y gratuito es una quimera, Emeterio. Todo el mundo lo sabe. Solo pueden producir agua las compañías.
—Ya pasó hace más de setenta años con el petróleo, cuando se acabó comenzaron a salir toda clase de motores que funcionaban con aire comprimido, con electricidad, con luz solar, con agua, con hidrógeno, etcétera, etcétera. Esos motores estaban inventados cuando todavía había petróleo, pero las petroleras compraron sus patentes para explotarlas en el futuro y es lo que están haciendo con el agua. Hoy por hoy hay sistemas para producir agua a escala local, es decir, sistemas capaces de producir cuarenta o cincuenta litros de agua diarios, pero las compañías han comprado las patentes y nadie las puede producir ni vender. El agua es un negocio muy lucrativo tanto o más que el petróleo porque podemos vivir sin energía eléctrica, pero no sin agua.