El tiempo le obsesionaba, tanto, que tenía relojes digitales en todos los rincones de su casa. Su vida la controlaba un segundero digital. Un día se levantó y comprobó que se los habían robado. Se sentó en el sofá a dejarse morir porque, sin un reloj, su vida no tenía sentido. Pasó los días observando cómo salía y se ocultaba el sol y como transcurría la vida fuera de su casa. A tercer día se levantó, con una ganas inaplazables de comer. Entonces comprendió que el tiempo era solo una perspectiva del prisma de su vida.