La primera vez que la vi, entró
por el pasillo central de aquel antiguo instituto, con el Carnet de Identidad
en la mano, con sus gafas de montura fina y plateada, que no escondían unos grandes y hermosos ojos negros.
La observé desde la distancia, mientras el
funcionario de turno, lista en mano, nos iba llamando
para realizar la prueba técnica que era el requisito único y fundamental para
poder ocupar algunas de las plazas del personal laboral temporal,
mediante el contrato, no sé si extinto, de acumulación de tareas.
Después de
entrar, la perdí de vista y no la vi más. Al terminar la prueba mecanográfica,
salimos. La busqué durante un rato, entre la multitud de aspirantes a un puesto
de trabajo temporal, pero no la encontré.
Al cabo de una semana, como nos
habían indicado, salieron las listas y yo estaba en ellas. ¡Tenía mi primer
trabajo!
Después de todo el papeleo
burocrático, nos informaron que el primer lunes de noviembre, a las catorce
horas, comenzaríamos a trabajar en la Administración del Estado.
Allí estaba yo puntual, entre
los diez que habíamos sido seleccionados. Me senté a esperar acontecimientos y
que nos dieran las instrucciones básicas para empezar a trabajar. El resto de
compañeros fueron llegando a cuenta gotas, después de unos minutos llegó ella.
Sentí que algo en mi interior se revolucionaba, el corazón comenzó a palpitar
de forma incontrolable. Estaba allí, también había sido seleccionada.
A las dos en punto, una voz
ronca, fruto del tabaco rancio, retumbó en el habitáculo donde estábamos y nos dijo
que lo siguiéramos. Nos dio unas breves instrucciones sobre cómo empezar el
trabajo, que básicamente era estar entre cartas y sobres.
Después de unas semanas, los
miembros del equipo, nos fuimos conociendo e hicimos buenas migas. Yo me las
ingenié para ir, a poquitos, acercándome a ella y, con el paso de los días,
fuimos intimando.
Yo le conté que había salido de
una relación de muchos años y ella me confesó que tenía un novio desde los quince.
Mi gozo en un pozo. Pero aun conociendo esa realidad demoledora, seguimos
hablando tarde tras tarde, hasta que a las nueve de la noche, que era cuando
llegaba su flamante novio a buscarla y, en ese momento, yo la perdía hasta el
día siguiente, esperando que pasaran las horas para volver a verla.
Tengo que reconocer, que me
enamoré de aquella muchacha dulce, de ojos negros, de sonrisa tímida y
conversación agradable.
Al tercer mes de trabajo e
intensa conversación, ambos sabíamos que nuestros corazones se habían unido de
alguna forma. Luego vinieron las miradas cómplices, las caricias furtivas, en
fin, el amor.
A mediados de enero, nos
encargaron que bajásemos unas cajas a un pequeño almacén. Yo me levanté y cogí
las primeras, ella hizo lo propio y bajamos juntos. Allí, en la soledad del
papel olvidado, entre la humedad de la oscuridad, le cogí la mano, la miré a
los ojos y la besé. Nos dejamos llevar por la pasión reprimida y por el deseo
desenfrenado. Pero de repente, se paró y me dijo:
—Esto no puede seguir así. No puedo vivir sintiendo esto que
siento contigo, mientras ahí arriba me espera el hombre con el que me voy a
casar.
—Pero ¿tú lo quieres? —le pregunté mirándole a los ojos.
—Sí, creo que sí. Pero tú me haces sentir cosas que jamás he
sentido con nadie. Siento...
En ese preciso momento, las
lágrimas bajaron por su rostro como un río impetuoso y subió escaleras arriba,
buscando la salida correcta para lo que sentía su corazón.
Yo me quedé en el almacén,
perdiendo los trocitos de mi corazón que se había empezado a desquebrajar y que
ya pisaba con mis zapatos.
Al día siguiente llegó con el
rostro serio y cuando tuvo oportunidad, me dijo que aquello no podía seguir,
que ella tenía un compromiso que tenía que cumplir y que todo se había acabado.
Los meses siguientes, me perdí entre los besos, los abrazos, las
caricias y la pasión sexual de una encantadora compañera que estaba buscando,
como yo, un refugio en el que fondear hasta que pasara la tormenta. Y la
tormenta pasó.
Al finalizar el contrato, hicimos una cena de despedida, todo
fueron buenos deseos para el futuro. Yo me senté a escasos dos metros de Jenn,
nos miramos, nos sonreímos y nos hablamos sin palabras. Ella, cuando acabó la
cena, quiso irse, el resto decidimos seguir de discoteca en discoteca hasta que
llegara la mañana.
En el último instante, le dije
que si quería que la llevase a su casa, me sonrío y me dijo que sería un honor.
Durante el camino, no nos
hablamos, solo nos mirábamos y sonreíamos.
Antes de llegar a su casa, me
indicó que parara. Paré el coche, me cogió la mano, me miró y me dijo.
—Quiero sentir esto por última vez, eso que hace que mi corazón
se desboque, que tiemble, que sienta que estoy viva.
Acerqué mis labios a los suyos
y los besé con delicadeza. La miré a los ojos y estaban llenos de lágrimas.
Puse el coche en marcha y la
dejé unos metros más arriba, delante de la puerta de su casa. Vi como se
alejaba como buscando un camino que había perdido.
Pasados los años, supe que se
casó. Yo seguí durante un tiempo, de aquí para allá, buscando el cáliz del
amor, pero no lo encontré.
Un verano caluroso, buscaba un
regalo para mi hijo, en un centro comercial en la sección de zapatería y me la
encontré mirando ropita para el bebe que llevaba en su vientre. Me acerqué y la
observé. Qué poco había cambiado, seguía igual de hermosa y atractiva, con
aquella sonrisa angelical que me cautivó, hacía más de diez años.
Decidido, la llamé:
—¡Jenn! ¡Jenn!
Giró su cabeza y cuando me
reconoció, sonrió como siempre lo había hecho. Se acercó y me dio un abrazo.
Nos fuimos a tomar algo a la
cafetería del centro comercial. Nos contamos nuestras vidas en unas horas. Al
poco sonó su teléfono móvil y me dijo:
—Es mi marido, está en el garaje esperándome. Antes de irme, te
quiero hacer una pregunta ¿Por qué aquella noche que me llevaste a mi casa no
me propusiste que nos fuéramos por ahí a hacer el amor? Yo lo deseaba, quería
sentirte. Quizás todo habría sido diferente.
Yo la miré y le dije:
—Porque esa noche comprendí que yo no te hubiera hecho feliz,
Jenn. Eres demasiado buena gente y sabes que soy medio brujo.
—Pero...
—Vete, que tu marido va a pensar mal.
—Que piense lo que quiera.
Cogió mi mano, y volví a sentir
aquel sentimiento enterrado bajo diez años de escombros y cenizas, que surgió
para salir a tomar el aire fresco.
Me miró a los ojos, me besó y
me dijo:
—Nada ha cambiado, ¿eh? Seguimos siendo aquellos dos tontos
enamorados.
—Sí, Jenn, sí.