14 julio 2018

Alquila un pez

Llegué al hotel a la hora prevista, después de casi diez horas de vuelo. Mientras esperaba a que me atendieran en la recepción, pensé en la reunión que estaba programada para el siguiente día a las diez de la mañana y que tenía tiempo de descansar un poco y leerme, por enésima vez, los documentos del contrato.
Después me llamó la atención un pez naranja que estaba en una pecera en el mostrador de la recepción y junto a él un pequeño cartel que decía:
¿Solo en tu habitación y quieres compañía? Alquila un pez. 3,5 €/noche.
Me quedé unos segundos reflexionando en qué estarían pensando los gerentes de la cadena hotelera para ofrecer un pez como animal de compañía, quizás porque era de lo más aséptico. Yo, si tuviera que elegir un animal, elegiría un perro o quizás un gato o un hurón, pero ¿un pez?
Después pensé que, si el alquiler del pez era un mensaje subliminar de la cadena hotelera en contra de la prostitución, porque es sabido que, en las grandes ciudades asiáticas, en las que se cierran negocios de toda índole, hay un gran mercado, muy rentable, relacionado con la prostitución, las mal llamadas mujeres de compañía.
No le di más vueltas al asunto y cuando me atendió la recepcionista, después de darle mis datos personales, alquilé el pez. Ella me sonrió y me dijo que me lo llevarían junto con las maletas.
Ya en la habitación me di una ducha, me vestí y bajé a cenar. Después de la cena me fui al bar del hotel a tomarme un ron solo, de veinte años. Me lo merecía. Sin mi trabajo jamás se hubiera cerrado el contrato que íbamos a firmar la mañana siguiente. Mientras me tomaba el ron me percaté de que había una mujer que no me quitaba ojo y que me sonreía. Vestía como una ejecutiva, era morena, con el pelo muy corto. Yo seguí disfrutando de mi bebida, hasta que la morena se me acercó, dejó el maletín en el suelo y me dijo con voz cansada:
—¿En tu habitación o en la mía?
Me quedé unos instantes sin saber qué contestar.
—Llevamos más de media hora con miradas cómplices y sonrisitas. Yo estoy muy cansada. He tenido un día agotador. No he parado desde las diez de la mañana. Una reunión tras otra y me gustaría relajarme un poco. Te llevo observando desde que entraste y me gustas. ¿Quieres alguna explicación más?
—No, no quiero ninguna explicación más. Es que es la primera vez que me pasa algo así. No estoy acostumbrado.
—Ya, es lógico, no estás acostumbrado a que seamos las mujeres las que tomemos la iniciativa y quizás prefieres un periodo de flirteo, pero, la verdad, no tengo ganas. Quiero tomarme la última copa y luego echar un buen polvo para irme a dormir. Mañana me espera un día igual de duro o más. Esta es mi última propuesta. Te diré que esto no lo hago habitualmente. Si mal no recuerdo es la segunda vez que lo hago. La primera fue en Sídney, hace ya algunos años y me gustó la experiencia. ¿Qué dices?
—Bien, nos tomamos unas copas y después veremos. ¿Te parece?
—Me parece bien, ya veo que eres de la vieja escuela. ¿Vamos a tu habitación o la mia?
—Me da igual.
—Pues en la tuya entonces. Dame unos veinte minutos para ir a mi habitación a darme una ducha y dejar mis cosas. ¿En qué habitación estás?
—En la 721.
—Perfecto. Pídeme un gin-tonic sencillo con una rodajita de limón.
—Vale. Te espero.
—Por cierto, me llamo Carmen, aunque todo el mundo me conoce como Carmela.
—Encantado, Carmela. Yo me llamo Juan Alberto.
—Me gusta tu nombre. Nos vemos en unos minutos, Juan Alberto.
Yo me acabé mi ron, mientras veía como la morena se perdía por el salón del hotel con dirección a los ascensores.
Al poco subí, pedí otro ron para mí y un gin-tonic para Carmela. Mientras esperaba me quedé mirando durante un momento al pez que había alquilado y pensé que al final no iba a pasar la noche solo con él, sino con una magnífica compañía.
Carmela y yo pasamos una noche de escándalo, bebimos y nos entregamos al sexo como si no hubiera un mañana, hasta que caímos rendidos en la cama. Una noche salvaje e inolvidable.
Cuando me desperté Carmela ya no estaba. No me dejó el número de su teléfono móvil ni siquiera una mísera nota.
Me duché, me vestí y antes de dejar la habitación detuve la mirada en el pez naranja que nadaba, plácidamente, en los treinta centímetros cuadrados de su pecera. Pensé en los 3,5 € que me había gastado en su alquiler que no habían servido para nada, solo para incrementar la cuenta de resultados de la cadena hotelera.
Sin embargo, al mes de estar en mi casa, recibí el extracto de mi tarjeta de crédito y había un cargo que reconocía, pero que no estaba, en absoluto, de acuerdo con el importe.
Rent a fish: 503,50 €.
Pensé que se debía a un error y sabía que mi empresa no se haría cargo de ese gasto, porque solo pagaba la habitación y las dietas de manutención.
Sin darle muchas vueltas, llamé al hotel para preguntar el porqué de ese apunte tan desorbitado.
Me tocó hablar con una señora simpática y que escuchó con atención mi reclamación. Luego me dijo que ese era un servicio extraordinario que ofrecía el hotel, que no solo consistía en alquilar el pez en cuestión, sino que, al alquilarlo, aceptaba un juego de flirteo con una señorita de compañía y que solo se me pasaba el cargo a mi cuenta, si ese flirteo iba más allá, como así fue.
Le dije, indignado, que recordaba que firmé el documento de alquiler del pez, pero que, en ningún lado, se hablaba del juego que ella me decía. Mi interlocutora, en tono encantador, me dijo que no había leído la letra pequeña que estaba al final del documento que había firmado. Ella tenía toda la razón; no la había leído.
Cuando colgué el teléfono estaba casi decidido a denunciar al hotel, pero recordé a Carmela y aquella noche espectacular. Sonreí. Me dije que, al fin y a la postre, eran los 503,50 € mejor gastados en muchísimo tiempo y que solo se vivía una vez, así que lo dejé correr.
Fuente de la imagen: Facebook