Él era su segundo hijo, el más pequeño, el que casi no sobrevive, el que estuvo más de diez minutos entre la vida y la muerte, más de dos meses en una incubadora sorbiendo hálitos de vida y ganarle, día a día, unos gramos a la vida.
Al entregarle el paquete, lo miraba, le temblaba la mano al dárselo, se quedaba en silencio mientras él abandonaba la panadería y sonreía cuando volvía antes de cerrar.
Sin embargo, ella sabía que un día no regresaría y sabría que se lo habían matado, como a un perro, en cualquier esquina del barrio, para robarle los quinientos gramos de farlopa que había en el paquete.
«Así era el negocio y las cuentas hay que pagarlas. De hacer pan no se vive, querida.», le dijo su segundo marido cuando perdió a su primer hijo. Aún le quedaban dos de sus hijos en la lista.
Al entregarle el paquete, lo miraba, le temblaba la mano al dárselo, se quedaba en silencio mientras él abandonaba la panadería y sonreía cuando volvía antes de cerrar.
Sin embargo, ella sabía que un día no regresaría y sabría que se lo habían matado, como a un perro, en cualquier esquina del barrio, para robarle los quinientos gramos de farlopa que había en el paquete.
«Así era el negocio y las cuentas hay que pagarlas. De hacer pan no se vive, querida.», le dijo su segundo marido cuando perdió a su primer hijo. Aún le quedaban dos de sus hijos en la lista.