14 abril 2018

Alepo. Una mañana cualquiera

Hoy amaneció a las 5:36 y no me despertaron las explosiones. Alepo amanece en calma después de dos semanas de guerra fratricida. El alto al fuego se respeta.
Esta mañana bajé al vestíbulo del hotel, asustado. Tenía el corazón desbocado y me quedé paralizado en la puerta. Los otros médicos me esperaban en la tanqueta. Me miraban con expectación, pero sé que me comprendían porque saben que el miedo te paraliza.
En ese momento me pregunté por qué acepté ser voluntario y pasar quince días, de mis vacaciones, en esta ciudad en guerra, donde una bala perdida o un trozo de metralla me podría matar y no regresar jamás.
Sin embargo, no lo pensé y acepté este trabajo, porque sabía que este pueblo me necesitaba. Los médicos escasean; la mayoría han huido o están muertos. Fui el único traumatólogo que aceptó el puesto en esta ciudad devastada por la sinrazón. No me arrepiento.
Me ajusté el casco, el chaleco antibalas y me metí en el blindado. Al instante percibo el mismo olor que el primer día; a pólvora y a muerte.
Por una diminuta ventana intento ver el paisaje de una ciudad que, cinco años atrás, era hermosa, tranquila, llena de vida, patrimonio de la humanidad y que hoy está reducida a escombros.
A lo lejos vi La Ciudadela y rememoro la primera vez que visité Alepo. Recordé que se levantaba en una montaña de la ciudad siria y que parecía protegerla de todos los males. Desde que atravesé el Puente de los Ocho Arcos, me introduje en un viaje en el tiempo porque me trasladé al siglo XII, recorriendo sus impresionantes monumentos; restos de mezquitas y de palacios. Me detuve en un rincón a la sombra para escapar de la canícula avasalladora del verano, toqué sus muros para no olvidar aquel viaje y juré que volvería.
Limpié el cristal porque creí reconocer el Zoco, ese gran bazar cubierto, que olía a especias por todos los rincones y me perdí por sus callejuelas de otro tiempo a tomar té, junto con sus exquisitos dulces bañados en miel, a degustar su comida típica, pero que ahora es un fantasma de lo que era, después del incendio que lo destruyó casi por completo en esta maldita guerra.
Busqué la Gran Mezquita Omeya, pero no logré encontrarla. Cerré los ojos y la visualicé. Recordé su luminosidad, su silencio y sus innumerables arcos que parecían arroparnos. Después me dijeron que fue destruida casi por completo por las bombas.
Terminé el día sentado tomando un té y escuchando música frente a La Ciudadela cuando la noche caía sobre Alepo.
Volví a la realidad cuando un compañero me tocó el hombro. Me dijo que me alejara de la ventana y que me cuidara de los francotiradores.
Llegamos al hospital y comienzo mi jornada amputando piernas, reduciendo múltiples fracturas e intentando recordar a esta hermosa ciudad que ahora me necesita. He regresado a Alepo a intentar salvar vidas.
Fuente de la imagen: Pixabay