22 junio 2018

El apuntador



No había razones para seguir. Detuvo su carrera buscando un poco de resuello. Apoyó las manos en las rodillas y vio como se alejaba para siempre. Él sabía que ella no volvería a pasar por allí. Bueno, siendo realistas, si volvería a pasar, pero él sabía que lo haría de una forma diferente, porque ella cambiaba todos los días, nunca llegaba  igual; cada día de una forma distinta. Así era su forma de ser y así era su existencia. Cambiantes como las olas del mar.
Su corazón intentaba volver al reposo cotidiano. Después de unos minutos de descanso, sus pulsaciones volvieron al estado normal. Se detuvo a mirar los dígitos del cronómetro, que parpadeaban en la pantalla digital de su reloj, aquel que le había regalado su padre, para conocer la hora exacta en la que se había ido.  
No comprendía qué había pasado. Rebuscó dentro de su abigarrada mochila y, a tientas, encontró su pequeño bloc de notas, lo sacó, se sentó en el banco de la marquesina y apuntó la hora exacta: 8:14:30 Esta vez se había adelantado treinta segundos. Observó como la guagua se perdía entre la bruma de la mañana, pensando que las guaguas son unos máquinas muy impuntuales y que su tesis doctoral con el nombre provisional: 
La curva del tiempo y su influencia en la ruta de línea 343. Consecuencias estructurales en la productividad laboral.
Se estaba poniendo cada vez más interesante y que estaba llegando, sin lugar a ninguna duda, a demostrar la hipótesis planteada.

 Fuente de la imagen: Pixabay