12 abril 2011

La ilusión

Ella lo sabía; era hermosa y estaba para comérsela y despacito. Los hombres se paraban a mirarla sin rubor, llevados por el instinto ancestral de poseer lo bello y perpetuar la especie. Las mujeres intentaban comprender de dónde salía tanta hermosura, deseando comprar algunas horas de su perfección. Desde el día que la vi, la deseé furtivamente, con el anhelo oculto de poseerla, tener en mis manos cada centímetro de su cuerpo, sentir el embrujo de su belleza y el roce cálido de sus labios bañados en carmín. 

Perseguía su sombra por los rincones por donde ella pasaba, intentando recoger la estela invisible de su perfume, y retenerlo, como un tesoro en mi cerebro y volver a recuperarlo en la oscuridad de la noche, cual avaro, para tirarme al abismo del placer solitario. 
En una ocasión se detuvo a mirarme y me sonrió. No supe como reaccionar. Me quedé petrificado, viendo como se alejaba calle abajo, mientras yo recogía las ruinas de su sonrisa con mis manos e intentaba controlar el ardor de mi pasión palpitando en mi entrepierna.
Algunos días más tarde, la encontré después de salir de una tienda de alta costura. Me acerqué, ella me reconoció y me sonrió. Yo me tiré al precipicio y le dije: 

-Me encantaría invitarte a cenar.

Ella me miró de aquella forma que jamás olvidaré y me sentí como un perro desvalido que atraviesa la autopista en plena noche, en un día frío y lluvioso. Sólo y sin ella.
Ahí comencé a comprender el inmenso desierto que había entre ella y yo. Intenté olvidarla, pero no pude. Aún hoy, la persigo a hurtadillas, ocultándome en las sombras como un miserable para beber un poco de su belleza y calmar la sed de mi concupiscencia.