16 abril 2019

Dormir


Fuente propia
Todos los días llegaba a la misma hora. Esperaba a que abriera la puerta a las cinco de la tarde. Saludaba don Ambrosio, el cura, metía el dedo índice en la pila bautismal, mojaba un poco el dedo, se hacía una cruz en el centro de la frente y sentía como el agua bendita le limpiaba el alma. Luego se sentaba en el banco que estaba en la quinta fila, a la izquierda del altar mayor.
Allí se quedaba en silencio, cerraba los ojos y se dormía. Era el único sitio donde podía dormir a pierna suelta. A las siete lo despertaban los murmullos de los feligreses que entraban a la misa de las siete. Entonces se levantaba, se acercaba al altar mayor, se arrodillaba y se marchaba por el pasillo central de la iglesia de su barrio.
Ya en la calle paseaba por la calle mayor hasta que comenzaba a oscurecer. Luego se dirigía hacia la biblioteca central de su ciudad, cogía el libro que estaba leyendo, subía a la última planta, buscaba algún rincón libre, se sentaba y ahí se quedaba leyendo hasta que el sueño lo vencía. Su cuerpo se había acostumbrado a dormir en aquella posición un tanto incómoda, pero tenía que pagar ese precio porque nunca le gustó dormir en la calle.
Se despertaba a las cinco de la mañana, iba al baño, se lavaba la cara y volvía a su sitio a seguir leyendo, hasta que, a las siete y media, salía a ponerse en la fila del comedor social para tomarse un desayuno caliente.
Luego volvía a deambular por las calles hasta que llegara la hora de comer e iba al otro comedor social, el que estaba cerca de la playa. Allí le permitían comer dos platos, darse una ducha y lavar su ropa.
Al atardecer volvía a la iglesia con algo de esperanza en los bolsillos, que era lo único que le quedaba.