Un niño no debería ser un objetivo militar. No debería serlo nunca, en ninguna parte del mundo. Y, sin embargo, en Gaza, los niños son la primera línea del exterminio. Cada día sus nombres engrosan listas que ya desbordan cualquier capacidad de memoria: bebés, escolares, adolescentes que jamás llegarán a adultos. No son daños colaterales; son el plan para anaquilar el futuro en Gaza.
Hoy, el régimen mortífero se ha sofisticado: no solo lanza proyectiles contra la infancia, ahora también utiliza el hambre como arma. La ONU ha confirmado lo que ya veíamos, lo que ya dolía en cada mirada hambrienta: hambruna oficial en Gaza, afectando a más de medio millón de personas—y sin una tregua, esa cifra podría superar los 640 000 a finales de septiembre.
No es una tragedia accidental. Es una brutal estrategia de borrado: se destruyen cultivos, molinos y hornos; se bloquea la ayuda y se estrangula el acceso a lo más básico. Todo para quebrar no solo vidas, sino la posibilidad de que esas vidas prosperen, se concreten en familias, en pueblo.
Incluso los propios datos del gobierno israelí, filtrados a la prensa internacional, lo confirman: más del 83 % de los muertos en Gaza son civiles. Entre ellos, una mayoría aplastante son mujeres y niños. ¿Casualidad? ¿Error de cálculo? No. Es una estrategia deliberada y macabra. Al eliminar a los más pequeños y a las madres, se arranca de raíz la posibilidad misma de un futuro palestino. Se intenta borrar no solo la vida presente, sino la que aún estaba por nacer.
En términos de víctimas civiles y de un asedio que destruye las condiciones mínimas de supervivencia, la magnitud ya es equiparable a crímenes masivos reconocidos: en Srebrenica (1995) fueron asesinados más de 8.000 varones bosniacos en apenas unos días; en Gaza, a 6 de agosto de 2025, se registran 61.158 palestinos muertos, incluidos 18.430 niños y 9.735 mujeres, en una campaña prolongada que combina bombardeos y hambre como arma. La estructura temporal es distinta (días frente a meses), pero el resultado sobre la población civil es de una brutalidad que ya no admite eufemismos
Esta política del gobierno de Netanyahu, impulsada por la lógica del colono, recuerda demasiado a las páginas más oscuras del siglo XX. Las similitudes con lo que hicieron los nazis con los judíos —su propio pueblo— son escalofriantes. El cerco, la persecución sistemática y la aniquilación planificada de una comunidad entera. Es como si, en un acto de perverso espejo histórico, quisieran repetir la misma historia a menor escala, aplicando contra los palestinos aquello que una vez condenaron al sufrimiento de su propia gente.
Frente a esta evidencia brutal, la respuesta internacional resulta casi insultante. Reconocer al Estado palestino, como han hecho España, Irlanda u otros países, es un gesto digno, sí, pero insuficiente. Las palabras no detienen bombas. Las declaraciones no alimentan estómagos vacíos. Mientras Europa, Inglaterra y Canadá se limitan a gestos diplomáticos, la hambruna avanza, la barbarie avanza, y el genocidio continúa a plena luz del día. Nadie hace nada.
El tiempo de los gestos simbólicos se ha agotado. Lo que se necesita es un embargo económico completo, un aislamiento político y militar de Israel hasta que cese la matanza y la hambruna. Y, sobre todo, que se abra paso libre e inmediato a toda ayuda humanitaria, sin filtros ni burocracias que prolongan el sufrimiento.
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