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Fuente de la portada: Pixabay y Canvas |
Subió a la guagua como hacía cada mañana y, como cada
mañana, traía retraso. Siempre las mismas caras, los mismos saludos sordos y el
mismo sueño. Medio adormilado y pensativo, vio como aquella mujer subió y poco
a poco, mientras el rostro de la mujer se iba aclarando entre las sutiles luces
del amanecer, su corazón empezó a latir con más frecuencia, hasta que casi se
le salía del pecho. ¿Cuántos años hacía que no veía a Salomé? ¿Quince años,
veinte? Ya no era capaz de recordarlo.
Salomé detuvo su mirada en él, el tiempo suficiente para que
supiera que se habían reconocido, que ella era aquella novia que tuvo en un
pasado ya lejano y que ahora se habían vuelto a encontrar. En ese instante, él
intentó esbozar una sonrisa, pero la congoja lo atenazaba, mientras, ella
tampoco logró dibujar una sonrisa tenue en su cara. Se sentó cuatro filas antes
que él, una distancia adecuada para marcar el pasado y el presente.
Juan José, se preguntó si Salomé lo había reconocido; en
quince o veinte años la gente cambia mucho. Él había cambiado, eso le decía el
espejo cada mañana «¡cómo hemos cambiado, Juan José, más canas, más arrugas y
más kilos!» y también le decía lo mismo las antiguas fotografías, que le
susurraban cuán rápido había paso el tiempo.
Salomé se dio perfecta cuenta de quién era, y rápidamente
acudieron a su mente aquellos momentos ya lejanos de su juventud que, ahora, a
sus cuarenta y tres años, recordaba con cierta ternura y también con cierta
tristeza. Ternura, porque en aquellos años había conocido la felicidad junto a
Juan José, la había tocado con sus manos, la había abrazado. Pero también
conoció la tristeza que llegó a su vida como un tsunami inesperado que cubrió
toda su vida y destrozó de un plumazo toda la felicidad que hasta ese momento
había conocido. El tsunami tenía nombre, se llamaba infidelidad, y llegó una
tarde de primavera.
Mientras la guagua hacia su lento recorrido, ella recordaba
perfectamente el instante en que descubrió el engaño. Aunque algún que otro
día, ella intentaba enterrar aquel recuerdo para siempre, aquel rostro,
aquellos besos, aquellas caricias y aquel dolor que le rompió el corazón en mil
pedazos cuando el Sol empezaba a ocultarse.
Una vez más, volvió a rememorar aquel momento y siempre lo
hacia con pena, con un sufrimiento que le presionaba el pecho; era una herida
que todavía no se había cerrado, un bucle del pasado que volvía de cuando en
cuando y del que no podía zafarse. Recordó que se encontraba apaciblemente
sentada leyendo un libro de un tema que le apasionaba enormemente y que no era
otro que el de las biografías de grandes políticos. Siempre le interesó la
política, pero desde la tranquila y nada comprometedora lectura.
Comenzó a sentir aquella olvidada sensación, una desazón que
no podía explicar, como un sexto sentido que le decía que algo iba ocurrir,
pero no le dio importancia. Desde muy pequeña, tuvo esa cualidad, de predecir
los acontecimientos, generalmente los más funestos y desagradables. Se quedó
pensativa unos instantes, analizando las emociones que recorrían todo su
cuerpo. Cerró el libro que estaba leyendo, se levantó, se vistió con lo primero
que tenía a su alcance y salió a la calle, en busca de su peor presentimiento.
Caminó despacio calle abajo, el viento de primavera le
azotaba la cara y el olor del mar impregnaba su cuerpo. Recorrió casi todas las
calles de aquel barrio laberíntico que se había levando con el sudor y la
sangre de las trabajadoras y trabajadores más humildes. Su corazón palpitaba
con tanta fuerza que lo sentía claramente retumbar como una bomba de relojería
en su pecho, como si él supiera que pronto vendría el desastre. Y el mazazo
vino al doblar la esquina, cuando reconoció el coche azul de su novio Juan
José, donde estaba morreándose con una chica de cabello rubio platino. En ese
segundo, la rabia le subió de los pies a la cabeza, como un volcán a punto de
explotar, se acercó al coche, y no pudo articular palabra alguna, solo las
lágrimas y un temblor incontrolable, lograron expresar el dolor que escupía
cada poro de su cuerpo. Él quiso explicarse, disculparse y balbuceando dijo:
—Salomé, es una compañera de trabajo a la que he venido a
traer su casa. No es lo que tú piensas.
Ella no dijo nada, solo le miraba fijamente a sus ojos con
rabia y también con pena, porque no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
En su cabeza, se voltearon todos los esquemas, todos los proyectos de un futuro
juntos.
—Salomé, escúchame, no es lo que parece, de verdad, después
te lo explicaré en casa.
Pero Salomé lo seguía mirando sin inmutarse y sin decir
palabra. Al fin, se dio la vuelta, caminó calle arriba, buscando el frescor de
la brisa del mar, bajó a la orilla de la playa y caminó hasta que quedó
rendida, mirando hacia el cielo, oyendo la cadencia de los sonidos marinos y preguntándose
por qué el amor se había acabado.
A la mañana siguiente la despertó el último canto de una
pardela que ya regresa a los acantilados en busca de su refugio matutino.
Salomé, cubierta de arena y salitre, se sentó para ver como amanecía, como
había hecho tantas veces junto con su amado Juan José. No pudo evitar que las
lágrimas emergieran como un tenue riachuelo en busca del mar. En ese momento,
con el mar y el Sol como únicos testigos, decidió no volver a ver más a la
persona que hasta ese momento había amado.
Un brusco frenazo de la guagua devolvió a Salomé a la
realidad, y la despertó de su breve ensoñación de dolor y tristeza, y como
entonces, sus lágrimas volvían a buscar incompresiblemente las aguas
cristalinas de la playa que la vio nacer.
Al mismo tiempo, Juan José se debatía internamente en
levantarse para ir a saludarla, para saber de su vida, de cómo le había ido, si
se había casado, qué porqué se fue sin decirle nada, porque él quiso siempre
darle una explicación de lo ocurrido, pero ella nunca se lo permitió.
Él se detuvo a pensar sobre todo lo ocurrido, y siempre
llegaba a la misma conclusión; que había metido la pata hasta el fondo con la
mujer que más había amado en toda su vida, y que desde aquella tarde de
primavera, jamás volvió a ser feliz.
A partir de ahí, su vida se convirtió en un cúmulo de amores
y desamores y de fracasos uno tras otro, porque siempre buscaba a la mujer que
perdió para siempre y que todavía no había encontrado. La buscó por todas
partes, preguntó a sus amigos, hasta que un día, su hermano mayor le dijo que
se marchó a trabajar a Inglaterra y que no sabría cuando iba a volver.
En todos esos años se había preguntado una y mil veces, por
qué empezó a tontear con aquella hermosa compañera de buen culo y buenas tetas.
Quizás, porque su ego interior se fortalecía y se crecía de verse admirado y
deseado por tan espectacular mujer y que sus compañeros supieran que se la
estaba beneficiando.
Él sabía que podía haber terminado con un simple flirteo,
unas carantoñas insignificantes, y ahí, se habría acabado todo, pero no, quiso
seguir adelante con el juego, porque dentro de sí, se sentía vivo, un semental
lleno de energía. Porque en definitiva, con aquella rubia platino, todo era
diferente que con el amor de su vida, le ponía y no supo parar. Aún hoy, cuando
pensaba en esa mujer sentía que el deseo sexual le saltaba como un interruptor
incontrolable. El deseo fue tan indomable que se buscó las excusas más tontas
para irse a la cama con su llamativa amante para sentir aquella pasión
desenfrenada que le hacía perder el sentido del tiempo, aquella boca
enloquecida que no dejaba ni un solo centímetro de su cuerpo si lamer, aquella
exuberante mujer loca por el placer y el sexo que lo llevaba hasta el éxtasis
que con Salomé nunca había encontrado. Porque Salomé se entregaba como una ola
de calma, suave y tranquila, disfrutando de cada segundo de placer, con
caricias llenas de amor y ternura, de besos pausados, de miradas cómplices y
sonrisas encantadoras; ella no buscaba el placer por el placer, ella dejaba que
el amor le llevara suavemente hasta el éxtasis.
El sonido del timbre, que un pasajero había tocado para
bajarse en la próxima parada, lo devolvió al presente, y volvió a detener su
mirada en Salomé y pensó como podría haber sido su vida con ella. Seguro que
hubieran tenido uno o dos hijos, a ella siempre le gustaron los críos, porque
era muy hogareña. Le gustaba quedarse en casa después del trabajo a leer y
hacer el amor con el hombre que amaba con locura. Lo que pudo haber sido y no
fue. Sin poder remediarlo las lágrimas de Juan José también buscaron el mar,
pero su mar se había secado hacía ya muchos años, aquella tarde de primavera.
Cuando Juan José se estaba secando su llanto como podía, el
sonido de un teléfono móvil resonó en toda la guagua. Salomé rebuscó en su
bolso rojo, cogió el teléfono y dijo:
—Cariño, ya voy camino a casa de mi hermana, recojo a Salomé
y a Juan José, y me voy directamente al aeropuerto, creo que estaré en Londres
sobre las doce de la mañana, claro, si no hay retrasos, sabes cómo está esto
del tráfico aéreo. Un beso y no olvides que te quiero mucho. Hasta prontito.
Juan José pudo oír en silencio aquella voz dulce y melodiosa
de Salomé que con el tiempo no había cambiado ni un ápice. La amargura y la congoja
lo embargaron por momentos, el cuerpo le empezó a temblar sin razón aparente y
la cabeza le daba vueltas en busca de una explicación, de lo que había pasado
con su vida pero no la encontró.
Al poco, Salomé se levantó, tocó el timbre para bajarse en
la siguiente parada, y se giró hacia Juan José. Lo miró fijamente sin rencor ni
odio aunque sí con cierta tristeza. Esbozó una suave sonrisa, como aquellas de
antaño que tanto gustaban a Juan José y que terminaban en un profundo beso.
Ella mantuvo esa sonrisa hasta que la guagua se detuvo del todo y se bajó.
Él la siguió con su mirada y con los ojos llenos de lágrimas
viendo como su amada volvía a desaparecer entre la multitud de su viejo barrio
laberíntico y pensando qué le quiso decir Salomé con aquella sonrisa y en aquel
instante.
También en:
https://steemit.com/spanish/@moises-moran/el-amor-perdido-de-salome