02 abril 2010

Jenn, El amor truncado


La primera vez que la vi, entró por el pasillo central de aquel viejo instituto con el DNI en la mano y unas gafas de montura fina y plateada que no lograban esconder sus grandes y hermosos ojos negros.
La observé desde lejos mientras el funcionario, con una lista en mano, nos iba llamando para realizar la prueba técnica que determinaba quién ocuparía una de las plazas temporales mediante un contrato de acumulación de tareas.

Después de su entrada, la perdí de vista. Al finalizar la prueba mecanográfica, salimos todos al mismo tiempo. La busqué entre la multitud, pero no logré encontrarla.

Una semana después, publicaron las listas. Mi nombre estaba allí. ¡Mi primer trabajo!
Tras el papeleo, nos citaron para comenzar el primer lunes de noviembre, a las dos de la tarde.

A esa hora exacta, me encontraba entre los diez seleccionados, esperando las primeras instrucciones. Los compañeros fueron llegando con cuentagotas. Pasados unos minutos, apareció ella. Sentí cómo algo se agitaba dentro de mí, el corazón se desbocó. También había sido elegida.

A las dos en punto, una voz ronca, curtida por el tabaco, retumbó en la sala ordenándonos que lo siguiéramos. Nos dio las indicaciones básicas: entre sobres y cartas transcurrirían nuestras horas.

Con el paso de las semanas, fuimos conociéndonos. Yo encontré pretextos para acercarme poco a poco a ella. Cada conversación nos unía más.
Le conté que venía de una larga relación; ella, que tenía novio desde los quince. Mi ilusión se desmoronó. Aun así, seguíamos hablando cada tarde, hasta que a las nueve, su novio aparecía para buscarla. Y entonces volvía a contar las horas hasta el día siguiente.

Sí, me enamoré. De su dulzura, de su timidez, de su voz.

Al tercer mes, sabíamos que algo había nacido entre nosotros. Las miradas cómplices y las caricias furtivas confirmaban lo inevitable.

Un día de enero, nos encargaron bajar unas cajas a un pequeño almacén. Bajamos juntos. En la penumbra, rodeados de papeles olvidados, tomé su mano, la miré y la besé.
Nos dejamos llevar, hasta que se apartó.

—Esto no puede seguir —dijo—. No puedo sentir esto mientras él me espera arriba.
—¿Lo amas? —le pregunté.
—Creo que sí... Pero tú me haces sentir cosas que jamás había sentido.

Las lágrimas rodaron por su rostro. Subió las escaleras sin mirar atrás.
Yo me quedé allí, en medio del almacén, sintiendo cómo los pedazos de mi corazón se rompían bajo mis propios pasos.

Al día siguiente, me habló con frialdad. Tenía un compromiso y debía respetarlo. Todo había terminado.

Los meses siguientes me refugié en los brazos de una compañera encantadora que también buscaba abrigo en mitad de la tormenta. Y la tormenta pasó.

Cuando el contrato terminó, celebramos una cena de despedida. Me senté a unos metros de Jenn. Nos miramos. Sonreímos. Sin palabras, nos dijimos lo que aún no había muerto.
Ella se marchó temprano. Yo, al salir, le propuse llevarla a casa. Aceptó con una sonrisa.

Durante el trayecto no hablamos. Solo nos mirábamos y sonreíamos.
Antes de llegar, me pidió que detuviera el coche. Me tomó la mano.

—Quiero sentir esto una vez más. Esa emoción que me sacude, que me recuerda que estoy viva.

La besé con suavidad. Sus ojos, llenos de lágrimas, no necesitaban palabras.
La dejé unos metros más arriba, frente a su casa. La vi alejarse como quien busca un camino perdido.

Años después, la encontré en una zapatería, con un vientre redondo y una sonrisa intacta.
—¡Jenn! —la llamé.
Giró, me reconoció y me abrazó.

Tomamos algo en la cafetería del centro comercial. En unas horas, nos pusimos al día.
Entonces sonó su móvil.
—Es mi marido. Está esperándome en el garaje. Antes de irme, dime: ¿por qué aquella noche no me propusiste escaparnos? Yo lo deseaba. Quizás todo habría sido distinto.

La miré:
—Porque supe que no te haría feliz. Eres demasiado buena. Y yo... medio brujo.

—Pero...
—Ve, tu marido va a sospechar.
—Que piense lo que quiera.

Me tomó la mano. Y sentí, otra vez, ese amor enterrado bajo diez años de cenizas.
Me besó.

—Nada ha cambiado, ¿eh? Seguimos siendo los mismos tontos enamorados.
—Sí, Jenn. Sí.

Se levantó, se secó las lágrimas y me dejó allí, pala en mano, listo para cavar otra tumba. Una más para sus besos, sus caricias y su sonrisa.