Cada día lo veo más claro: el odio ha dejado de esconderse. Ya no susurra, grita. Ya no se avergüenza, se exhibe. La xenofobia, que durante años se disfrazó de preocupación o de “opinión respetable”, hoy camina impune por nuestras calles, se sienta en los platós de televisión, manda desde despachos públicos y se reproduce sin freno en las redes sociales.
Y parece que hasta se ha puesto de moda ser así. Ser malo. Ser insensible. Ser fascista. No mostrar compasión, despreciar al débil, burlarse del que sufre. Es como si la empatía hubiera pasado de moda y ahora lo valiente fuera escupir odio con total impunidad. Lo más paradójico es que muchos de los que lo hacen se dicen cristianos. Repiten palabras como "Dios", "familia", "valores", mientras le dan la espalda a todo lo que el cristianismo predica: la compasión, la hospitalidad, la ayuda al prójimo, el amor al que sufre. ¿En qué momento ser cruel se volvió una virtud?
Cuando los referentes que se elevan son figuras como Trump, Le Pen, Orbán, Musk, Abascal… no debería sorprendernos el resultado. Lo que crece es la mala hierba del fascismo. La de siempre. La que empieza señalando al extranjero y termina por arrancarnos la humanidad a todos. Lo vemos en los comentarios de noticias, en redes sociales, en bares y tertulias. Ya no se discute cómo ayudar, sino cómo deshacerse del que molesta. Del que no es "de aquí". Del que vino buscando refugio y se convirtió en diana del odio.
Y no, no es una exageración. Así empezó Hitler. Señalando al diferente, convirtiendo al otro en enemigo. Y todos sabemos cómo acabó aquello. Solo que ahora, el desprecio al migrante, al pobre, al distinto, se nos presenta en forma de memes virales, discursos populistas y leyes insensibles. Y la historia parece repetirse, pero esta vez con emojis y trending topics.
Yo no quiero un mundo así. No quiero una sociedad en la que ser compasivo sea motivo de burla. No quiero vivir entre gente que celebra la muerte de niños en una playa o que llama “invasores” a los que huyen de la miseria. Este mundo es de todos, y lo es para ayudarnos. Para tender la mano, no para cerrarla en un puño.
Por eso hay que dar un paso al frente. Poner el pie firme. Frenar esta deriva en la medida en que podamos. En la calle, en el trabajo, en las redes, donde sea. Porque quedarse callado es colaborar. Porque cada gesto cuenta. Porque si no lo hacemos, lo perderemos todo.
Yo no me resigno. No quiero formar parte de una sociedad que ha olvidado lo que significa ser humano. Aún estamos a tiempo. Pero hay que hablar, actuar, resistir.
Porque si no nos ayudamos los unos a los otros, si no defendemos lo más básico —la vida, la dignidad, la compasión—, este mundo dejará de tener sentido. Y será un mundo en el que yo, sinceramente, ya no quiero vivir.