23 junio 2011

Hogueras de San Juan




Todavía recuerdo las hogueras de San Juan de mi infancia, aquellas que construíamos como una gran montaña perecedera, que solo tendría unas horas de vida. Recorríamos el barrio tocando todas las puertas para recoger sillas de tres patas, mesillas de noche sin cajones, puertas viejas que jamás serían abiertas, colchones desvencijados con miles de historias inconfesables, palomares abandonados y espejos rotos que ya habían maldecido. Todo lo que no se quería, esa noche se quemaba. Luego buscábamos un solar y comenzábamos a construir la montaña de trastos, con la vana ilusión de llegar a tocar el cielo.

El proceso de construcción de la hoguera era casi un ritual sagrado. A medida que iba creciendo la montaña de objetos desechados, nosotros también sentíamos que nos elevábamos. Cada silla coja y cada puerta desvencijada se colocaban con cuidado, como si fueran piezas fundamentales de una gran obra de arte efímera. Había algo de mágico en ver cómo todo aquello que había perdido su valor encontraba un nuevo propósito, aunque fuera tan solo para convertirse en cenizas. El vecindario entero se unía en este proyecto común, y durante esas horas, no había diferencias ni disputas; solo un objetivo compartido: crear la hoguera más grande y hermosa que jamás habíamos visto.

Y comenzaba la quema. Nos quedábamos prendados del fuego, viendo como una llama inofensiva se transformaba en un monstruo incontrolable que todo lo devoraba. Los presentes, sin excepción, nos dejábamos llevar por la magia del fuego, siguiendo el baile cautivador de sus llamas, que seguían los compases de una música que nosotros nunca llegaríamos a oír. Las llamas ascendían al cielo, iluminando la noche con su brillo anaranjado, y nosotros, hipnotizados, contemplábamos en silencio el espectáculo, sintiendo el calor en nuestros rostros y el crujir de la madera bajo el embate del fuego. Había algo casi primitivo en esa atracción, una conexión con nuestros antepasados que también debieron haber sentido el poder y el misterio del fuego.

Después el monstruo, ya saciado, se iba calmando y se dejaba caer hasta morir. Era entonces cuando nos atrevíamos a atacar su ardiente castillo, hasta ahora inexpugnable y saltábamos sobre él, hasta que por fin, se rendía a nuestros pies. Habíamos vencido. Era un momento de triunfo colectivo, una especie de liberación. El humo se elevaba en columnas grises hacia el cielo, y las brasas brillaban con una intensidad menguante, pero aún poderosa. Nos reuníamos en torno a las cenizas, riendo y recordando las hazañas de la noche, con la piel aún tibia por el calor del fuego y el alma llena de una satisfacción indescriptible.

Hoy ya no quedan puertas viejas, sillas cojas, espejos rotos y colchones meados que quemar. Ya no quedan solares donde construir montañas de trastos inservibles, para quemarlos a la luz de la luna, aunque sí quedan muchas cosas para meter en la hoguera, pero esa es otra historia. Los tiempos han cambiado, y con ellos, las costumbres. Las ciudades han crecido, los solares vacíos han desaparecido, y las hogueras de San Juan, tal como las conocimos, se han convertido en un recuerdo nostálgico de un pasado que parece cada vez más lejano. Ahora, las noches de San Juan se celebran de manera diferente, con fuegos artificiales y celebraciones organizadas, pero el espíritu sigue siendo el mismo: una noche para dejar atrás lo viejo y dar la bienvenida a lo nuevo.

Aunque las hogueras de mi infancia ya no se levantan, el deseo de quemar lo inservible permanece. Quizás ya no sean muebles rotos y objetos desechados, pero todos llevamos dentro cosas que quisiéramos ver convertidas en cenizas. Rencores, tristezas, miedos y frustraciones; todo aquello que pesa en el alma y nos impide avanzar. En el fondo, el fuego sigue siendo un símbolo poderoso de renovación y purificación, y cada año, cuando llega la noche de San Juan, es una oportunidad para imaginar esas llamas devorando no solo objetos materiales, sino también esas cargas invisibles que nos atan.

La tradición de las hogueras de San Juan nos recuerda que siempre podemos empezar de nuevo, que siempre hay un fuego dispuesto a consumir lo que ya no nos sirve y a dejarnos libres para seguir adelante. Y aunque las hogueras físicas puedan haber desaparecido, el fuego simbólico sigue ardiendo, alimentado por nuestros deseos de cambio y renovación. En cada chispa, en cada llama, vive el recuerdo de aquellas noches mágicas y la promesa de un nuevo comienzo.