30 marzo 2024

La cartera. Relato de Carmen Cabral


Mis mañanas siempre comienzan a cámara lenta, desperezarme lleva su tiempo, meterme en la ducha y prepararme, algo más. En realidad, el engranaje de mi cerebro no empieza a funcionar hasta el momento en que recibe el chute de cafeína que lo conecta al mundo real.

Una vez en el trabajo, las siete horas siguientes, transcurren en modo automático hasta que me permito un “kit kat” de 10 o 15 kms de carrera. Es ponerme la ropa de deporte, abrocharme las zapatillas, ajustarme los auriculares, enchufarme a la “playlist” de rock y me convierto en otra persona llena de energía que trota y corre por la Avenida Marítima hasta que se hace de noche.

Es noviembre, oscurece pronto, hace algo de fresco, pero con el corta vientos que llevo debajo de la sudadera, ni me entero. A la altura del Cuartel de la Guardia Civil, cruzo desde el Lady Harimaguada hacia San Cristóbal y me adentro en Vegueta. A esas horas, las calles están casi desiertas, aminoro el paso y disfruto de la tranquilidad y el silencio que destila el Barrio con más solera de la Ciudad. Bajo desde la Calle Colón hasta el Teatro Guiniguada.  Estoy enamorada del Edificio “Valse Canariote” que hace esquina entre la Calle Pelota y Mesa de León, de corte modernista y de una belleza que no puedo explicar. Son sus metales, las puertas y contraventanas pintadas en rojo, sus balcones acristalados o esas ménsulas apoyadas en piedra de la Cantería de Arucas las que me conquistan.

Mientras subo por las escaleras que me llevan a la Carretera de Tafira, me encuentro una cartera en uno de los escalones, abierta, sin nada destacable. Mi primer pensamiento me lleva a un posible ladronzuelo que se la haya birlado a un “guiri” y luego se deshizo de ella allí, o bien a alguna desgraciada pérdida personal. Miro en derredor, son casi las once de la noche, allí no hay nadie, los locales cercanos están recogiendo o cerrando, apenas pasan coches o guaguas. La recojo, no sin antes volver a mirar a derecha e izquierda, delante o detrás… ¡Nadie! 

Cruzo por lo que antes era el Barranco en dirección al Teatro Pérez Galdós, y con la prudencia y el respeto que produce registrar posesiones ajenas busco entre el contenido algún papel o documento que me indique algún indicio de la identidad del propietario. Papeles sin más, “tickets” térmicos imperceptibles por el paso del tiempo, un viejo resguardo de algún espectáculo pasado y 1.340 € en efectivo. Es una cartera usada, debe ser polipiel porque está bastante desgastada por el uso y por la forma cóncava que le otorga un largo viaje entre el bolsillo trasero de un pantalón y la curva de una nalga. 

Tras el reconocimiento inicial al billetero y al inventario de sus posesiones empiezo a sentir taquicardia, pero bueno… ¿qué me pasa? De repente, mi subconsciente empieza a librar una batalla inesperada, una batalla que no he buscado de manera intencionada, la lucha moral entre el bien y el mal, el “non plus ultra” de la conciencia. 

Me llevan los demonios mientras me dirijo de vuelta a casa, como si alguien, siguiese de cerca mis apresurados pasos. Cuando me acomodo en el sofá, no dejo de abrir y cerrar la cartera. Cuento una y otra vez el dinero, hasta verifico si los billetes pueden ser o no falsos. Una “paga extra”, me digo para motivarme, una pequeña bonificación inesperada… se convertiría en un fin de semana en Madrid, ¡ya me apetece!, ese reloj para hacer deporte que tanto me gusta o renovar el móvil… ¡Dios, menuda mierda!, ¿y si…? ¿y si…?  Estas palabras pueden resultar inocentes por separado, pero si las juntas no van a dejar de atormentarte. ¿Y si es el sueldo de una familia, la paga de pensionista, el dinero para un imprevisto? ¿y si…?

¡Joder! Menuda noche me espera: “La noche es oscura y alberga horrores” como dirían en “Juego de Tronos”.

Lo que me suponía, no he podido pegar ojo, he intentado sin éxito justificar mis intenciones primarias que están reñidas con la honestidad y la coherencia. Este dinero no tiene dueño, ni la policía podría hacer otra cosa diferente a la que yo tengo en la cabeza. No sé que caerá antes, mi argumento o mi dignidad… ¿Cuál es el riesgo de ser o no ser como los demás? El riesgo de atreverse a obtener una satisfacción instantánea, es de primero de antropología o de psicología, _ ¡qué coño sé yo! _ pero, ¿qué hay de la adrenalina, las endorfinas y todas esas mierdas que alimentan nuestras emociones?

Inicio con indiferencia mi rutina diaria, hoy si cabe, es mucho más ralentizada que la de ayer, las circunstancias no ayudan. Salgo mucho más temprano que de costumbre y primero me dirijo al cajero de mi Banco que aún sigue cerrado. Hago un ingreso de 1.300 €. Me reservo los 40 € restante para regalarme un desayuno en condiciones, en casa no he podido ni tomar el café. ¡La decisión ha sido tomada! A veces, lo malo es bueno si esa decisión no es egoísta. Estas cosas suceden a diario y no se acaba el mundo porque el dinero va y viene y… me lo sigo repitiendo de camino a la Cafetería. ¡Para ya puñetas!, hoy tengo cosas más importantes en las que pensar.

Me siento en una Terraza de la playa de Las Canteras, pido un zumo de naranja natural, un bocadillo de pata con queso tierno. Tengo ganas, necesidad de azúcar, así que me voy a comer una porción de tarta de limón, el café y una botella de agua Firgas con gas.

Mientras hago acopio de tan opíparo menú, he activado mi móvil y abro la “app” de mi Banco. Doy el último sorbo al café para que no se enfríe y me dispongo a realizar un “Bizum”. Debo corroborar los datos que por seguridad me solicita la Entidad. ¿Importe?: 1.300 € ¿Destinatario?...

Una ONG en alguna parte recibe una donación anónima procedente de una cartera sin dueño a quién esa aportación no le va a generar desgravación fiscal, ni siquiera algún reconocimiento moral.

Así debía ser, exactamente como había pensado que haría.

 El día había empezado a cámara lenta, pero definitivamente, este si que va a ser un buen día.


Carmen Cabral




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