20 abril 2010

El velorio

Pintura de Felipe Morales Oaxaca, Mexico.
Juan Tomás, más conocido como Tomasito, siempre fue un chico retraído al que le costaba hacer amigos. Quizás, debido, a la dificultad innata con el verbo que lo llevaba a esconderse detrás de una sonrisa amable y un silencio forzado.
La primera vez que pisó un velatorio, fue a la edad de ocho años, cuando un tío lejano, que era pastor, se despeñó y se rompió la crisma por tres sitios. Se sentó al lado de su madre, en una de las sillas que estaban dispuestas alrededor del féretro en el salón del tío lejano.
Tomasito observó  como todos llegaban y les daban el pésame a los familiares, incluido al él, porque muchos no sabían que era un sobrino, también, lejano.
Quedó  impresionado con la solemnidad de aquel acto y cada vez que tenía conocimiento de que su madre iba a un velatorio, se las ingeniaba para ir con ella y compartir unas horas con los parientes del fallecido.
De esta manera, Juan Tomas, Tomasito, le fue cogiendo el gusto a eso de asistir a los velorios y cada vez que podía, iba con su madre y cuando no, iba a la puerta de la iglesia a ver quien había fallecido, preguntaba por el pueblo dónde vivía el muerto y luego se presentaba a darles el pésame a los familiares.
Juan Tomás creció, estudió en la universidad, trabajó y siguió  con su extraña costumbre de ir a todos los velatorios. Las gentes del pueblo se fueron acostumbrando a verlo sentado haciendo compañía a los familiares y cuando, en alguna ocasión, no pudo asistir debido alguna enfermedad, los asistentes lo echaban de menos.
No cabía duda que, Tomasito, era el personaje más conocido del pueblo, tanto que un día, a un año de las elecciones locales, un partido local, le propuso ir como cabeza de lista y, después de valorarlo mucho, aceptó la propuesta.
Cuando se abrió  el plazo electoral, Tomasito, alternó la campaña electoral con la asistencia a los velorios, consolaba a los familiares y hablaba de sus proyectos políticos.
Juan Tomás, barrió en las elecciones, sacando mayoría absoluta en el consistorio, y a partir de ahí, pasó a llamarse, D. Tomasito.
El señor Alcalde, D. Tomasito, ejerció sus funciones públicas como nadie lo había hecho hasta entonces y, por supuesto, nunca dejó de asistir a los velorios en los que, además de reconfortar a los familiares, oía y tomaba nota de los problemas de sus convecinos.
Así, los velatorios del pueblo, se convirtieron en un lugar donde se velaba a los muertos, se consolaba a los familiares y se resolvían los problemas del pueblo.

08 abril 2010

¿Qué estoy leyendo?

Después de leer, El ángel más tonto del mundo de Christopher Moore, un libro, que tengo que decir que no me ha gustado porque no me gustan los libros que buscan el humor fácil y sin sentido. 
Ahora abordo, La Dalia Negra, de Jame Ellroy, 


A ver si cubre mis expectativas.

02 abril 2010

Jenn, El amor truncado


La primera vez que la vi, entró por el pasillo central de aquel antiguo instituto, con el Carnet de Identidad en la mano, con sus gafas de montura fina y plateada, que no escondían unos grandes y hermosos ojos negros.
La observé desde la distancia, mientras el funcionario de turno, lista en mano, nos iba llamando para realizar la prueba técnica que era el requisito único y fundamental para poder ocupar algunas de las plazas del personal laboral temporal, mediante el contrato, no sé si extinto, de acumulación de tareas.
Después de entrar, la perdí de vista y no la vi más. Al terminar la prueba mecanográfica, salimos. La busqué durante un rato, entre la multitud de aspirantes a un puesto de trabajo temporal, pero no la encontré.
Al cabo de una semana, como nos habían indicado, salieron las listas y yo estaba en ellas. ¡Tenía mi primer trabajo!
Después de todo el papeleo burocrático, nos informaron que el primer lunes de noviembre, a las catorce horas, comenzaríamos a trabajar en la Administración del Estado.
Allí estaba yo puntual, entre los diez que habíamos sido seleccionados. Me senté a esperar acontecimientos y que nos dieran las instrucciones básicas para empezar a trabajar. El resto de compañeros fueron llegando a cuenta gotas, después de unos minutos llegó ella. Sentí que algo en mi interior se revolucionaba, el corazón comenzó a palpitar de forma incontrolable. Estaba allí, también había sido seleccionada.
A las dos en punto, una voz ronca, fruto del tabaco rancio, retumbó en el habitáculo donde estábamos y nos dijo que lo siguiéramos. Nos dio unas breves instrucciones sobre cómo empezar el trabajo, que básicamente era estar entre cartas y sobres.
Después de unas semanas, los miembros del equipo, nos fuimos conociendo e hicimos buenas migas. Yo me las ingenié para ir, a poquitos, acercándome a ella y, con el paso de los días, fuimos intimando.
Yo le conté que había salido de una relación de muchos años y ella me confesó que tenía un novio desde los quince. Mi gozo en un pozo. Pero aun conociendo esa realidad demoledora, seguimos hablando tarde tras tarde, hasta que a las nueve de la noche, que era cuando llegaba su flamante novio a buscarla y, en ese momento, yo la perdía hasta el día siguiente, esperando que pasaran las horas para volver a verla.
Tengo que reconocer, que me enamoré de aquella muchacha dulce, de ojos negros, de sonrisa tímida y conversación agradable.

Al tercer mes de trabajo e intensa conversación, ambos sabíamos que nuestros corazones se habían unido de alguna forma. Luego vinieron las miradas cómplices, las caricias furtivas, en fin, el amor.
A mediados de enero, nos encargaron que bajásemos unas cajas a un pequeño almacén. Yo me levanté y cogí las primeras, ella hizo lo propio y bajamos juntos. Allí, en la soledad del papel olvidado, entre la humedad de la oscuridad, le cogí la mano, la miré a los ojos y la besé. Nos dejamos llevar por la pasión reprimida y por el deseo desenfrenado. Pero de repente, se paró y me dijo:
Esto no puede seguir así. No puedo vivir sintiendo esto que siento contigo, mientras ahí arriba me espera el hombre con el que me voy a casar.
Pero ¿tú lo quieres? —le pregunté mirándole a los ojos.
Sí, creo que sí. Pero tú me haces sentir cosas que jamás he sentido con nadie. Siento...
En ese preciso momento, las lágrimas bajaron por su rostro como un río impetuoso y subió escaleras arriba, buscando la salida correcta para lo que sentía su corazón.
Yo me quedé en el almacén, perdiendo los trocitos de mi corazón que se había empezado a desquebrajar y que ya pisaba con mis zapatos.

Al día siguiente llegó con el rostro serio y cuando tuvo oportunidad, me dijo que aquello no podía seguir, que ella tenía un compromiso que tenía que cumplir y que todo se había acabado.
     Los meses siguientes, me perdí entre los besos, los abrazos, las caricias y la pasión sexual de una encantadora compañera que estaba buscando, como yo, un refugio en el que fondear hasta que pasara la tormenta. Y la tormenta pasó.
     Al finalizar el contrato, hicimos una cena de despedida, todo fueron buenos deseos para el futuro. Yo me senté a escasos dos metros de Jenn, nos miramos, nos sonreímos y nos hablamos sin palabras. Ella, cuando acabó la cena, quiso irse, el resto decidimos seguir de discoteca en discoteca hasta que llegara la mañana.
En el último instante, le dije que si quería que la llevase a su casa, me sonrío y me dijo que sería un honor.
Durante el camino, no nos hablamos, solo nos mirábamos y sonreíamos.
Antes de llegar a su casa, me indicó que parara. Paré el coche, me cogió la mano, me miró y me dijo.
Quiero sentir esto por última vez, eso que hace que mi corazón se desboque, que tiemble, que sienta que estoy viva.
Acerqué mis labios a los suyos y los besé con delicadeza. La miré a los ojos y estaban llenos de lágrimas.
Puse el coche en marcha y la dejé unos metros más arriba, delante de la puerta de su casa. Vi como se alejaba como buscando un camino que había perdido.
Pasados los años, supe que se casó. Yo seguí durante un tiempo, de aquí para allá, buscando el cáliz del amor, pero no lo encontré.
Un verano caluroso, buscaba un regalo para mi hijo, en un centro comercial en la sección de zapatería y me la encontré mirando ropita para el bebe que llevaba en su vientre. Me acerqué y la observé. Qué poco había cambiado, seguía igual de hermosa y atractiva, con aquella sonrisa angelical que me cautivó, hacía más de diez años.
Decidido, la llamé:
¡Jenn! ¡Jenn!
Giró su cabeza y cuando me reconoció, sonrió como siempre lo había hecho. Se acercó y me dio un abrazo.
Nos fuimos a tomar algo a la cafetería del centro comercial. Nos contamos nuestras vidas en unas horas. Al poco sonó su teléfono móvil y me dijo:
Es mi marido, está en el garaje esperándome. Antes de irme, te quiero hacer una pregunta ¿Por qué aquella noche que me llevaste a mi casa no me propusiste que nos fuéramos por ahí a hacer el amor? Yo lo deseaba, quería sentirte. Quizás todo habría sido diferente.
Yo la miré y le dije:
Porque esa noche comprendí que yo no te hubiera hecho feliz, Jenn. Eres demasiado buena gente y sabes que soy medio brujo.
Pero...
Vete, que tu marido va a pensar mal.
Que piense lo que quiera.
Cogió mi mano, y volví a sentir aquel sentimiento enterrado bajo diez años de escombros y cenizas, que surgió para salir a tomar el aire fresco.
Me miró a los ojos, me besó y me dijo:
Nada ha cambiado, ¿eh? Seguimos siendo aquellos dos tontos enamorados.
Sí, Jenn, sí.
Se levantó enjuagándose las lágrimas y me dejó sentado, con la pala de enterrador en la mano, preparado para volver a hacer otro agujero para enterrar sus caricias, sus sonrisas y sus besos.

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https://steemit.com/spanish/@moises-moran/jenn-el-amor-truncado

30 marzo 2010

¿Qué estoy leyendo?

Después de leerme Vector Robin Cook, un libro entretenido, pero que no voy a recomendar, tengo ya en mi mesilla de noche  El ángel más tonto del mundo de Christopher Moore.




He leído algunas críticas que lo han puesto a caer de un burro, y otras lo han puesto por los cielos. Entonces, ante esta diversidad de opiniones, pues lo voy a leer. Ya les contaré.

25 marzo 2010

El mundo es un pañuelo


Fui a Barcelona a visitar a unos viejos amigos y de camino, ir a ver un partido del Barça. El partido fue magnífico, Messi, increíble, y el resto también. Barcelona siempre me ha encantando, voy cuando puedo, que es, tengo que decirlo, muy de vez en cuando.

Después del partido, salimos a tomar unas copas. Mis amigos me llevaron a una discoteca que estaba de moda, pero que para entrar, o eras socio o tenías que esperar en una cola durante más de una hora. Uno de mis amigos, el Charly, se empeñó en hablar con unos de los porteros, a sabiendas de que poco o nada podía hacer para que nos dejasen entrar. Yo me acerqué hasta el cordón rojo que hacia de frontera entre el infierno y el cielo. Mientras el Charly intentaba convencer al portero con argumentos variopintos, observé con el rabillo del ojo, que su compañero no dejaba de mirarme. Pensé que él creía que iba a sacar una mágnum, que le gustaba o algo por el estilo.

Ya cansado de las infructuosas negociaciones de mi amigo, me acerqué y le dije:

-Charly, vámonos para otro sitio que aquí no nos vamos a comer ni una rosca.

En ese momento, el portero que me observaba, preguntó en voz alta:

-¿Emilio?

Yo me giré al oír mi nombre, durante un instante me quedé mirando y buscando en mi cabeza algo que me dijera de qué conocía aquel tipo. Me acerqué y cuando sonrió, volví a mi infancia, a las calles de mi barrio, a los barrancos, a los juegos, a todo un mundo que estaba dormido en mi interior y que de repente se había despertado. Era Rodrigo, el Fideo.

-¿Rodrigo?

-Sí, joder, el mismo ¿Cuánto tiempo ha pasado?

-Pues algunos años amigo, por lo menos, veinticinco. Te perdí la pista cuando te mudaste no se a donde. Joder, este puto mundo es un pañuelo. ¿Qué es de tu vida?

Tengo que decir, que en ese preciso momento, mis amigos vieron los cielos abiertos e hicieron un corro a nuestro alrededor para no perder comba, porque sabían que ese iba ser nuestro pasaporte de entrada al cielo.

-Pues mira, me casé con una catalana hace algunos años y trabajo en un estudio con un arquitecto. Los fines de semana, pues echo unas horas aquí, que la cosa está muy jodida y hay que tapar muchos agujeros. ¿Y tú?

-Yo, con el síndrome de la abeja Maya, de flor en flor y en el paro, como casi todo el mundo.

-Bueno, entra con tus amigos y si tienes ganas, al final de la noche, charlamos un poco. Ahora tengo mucho trabajo, como puedes ver. —Dijo mirando a la larga cola que se perdía en el fondo de la calle.

-De acuerdo. —Le dije con una sonrisa.

Nos dimos un abrazo, mi miró, me sonrió y abrió el cordón fronterizo para dejarnos pasar. Mientras, por los aledaños, se oían los murmullos de las quejas de algunos llevaban esperando más de una hora en la cola.

Entramos en la discoteca, que era espectacular y no cabía ni un alfiler. Tenía tres pisos y una zona exclusiva para las Very Important Person. Me tomé unas copas para ponerme a tono, al tiempo que intentaba echarle el ojo alguna chica de buen ver, pero había perdido, con el paso de los años, el entrenamiento y eso, me pasó factura durante las primeras dos horas.

Desde la zona Vip, había una rubia que no me quitaba ojo desde hacía más de una hora. Llevaba un traje de encaje negro, que le llegaba no mucho más abajo de sus apretados muslos y tenía un agradecido y llamativo escote que dejaba adivinar e imaginar la voluptuosidad de sus pechos.

Estuvimos muchos minutos mirada va, mirada viene, sonrisa va, sonrisa viene, saludo va, saludo viene, hasta que ella, seguramente guiada por los efluvios del alcohol, me indicó, con su dedo índice, que subiera. Yo subí, cual Romeo enamorado, las caracoleadas escaleras que dirigían hacia la zona donde se encontraba la rubia y la flor y nata de la ciudad de Barcelona.

Ella, mientras tanto, ya había negociado, con unos de los porteros, mi paso al mundo de lo más exclusivo de Barcelona.

Durante algunos minutos, me sentí más perdido que un pulpo en un garaje, hasta que la sonrisa arrolladora de la rubia me cautivó y me olvidé del resto mundo.

Bailamos, nos abrazamos, nos besamos e hicimos todo lo que termina en “amos” en una pequeña habitación que también era exclusiva.

La rubia se despidió antes del amanecer, cual vampira, con un morreo que duró más de un minuto, me sonrió y desapareció escaleras abajo.

Busqué a Rodrigo, el Fideo, le pregunté a uno de los porteros y me dijo que hacía más de una hora que se había marchado.

Yo regresé a mi ciudad, Las Palmas de Gran Canaria, que es también tan cosmopolita como Barcelona, buscando como un loco un trabajo que solventara, de forma definitiva, mi quebrada solvencia económica que estaba más que puesta en entredicho, por las entidades financieras que no me daban ni un céntimo de crédito.

Antes de que entrara el verano, me llamaron del paro para una entrevista de trabajo. Trabajé confianzudamente la entrevista, me acosté temprano y preparé mis mejores trapos, que era un viejo traje gris que había comprado en el Corte Inglés.

Al día siguiente, me presenté puntual a la cita. Hay varias personas esperando para ser entrevistados. Al llegar mi turno, entré y observé que la entrevistadora era una mujer rubia, que tomaba notas sobre un papel rosado. Sin levantar la cabeza, me dijo que me sentará y cuando la levantó, me llevé la sorpresa de mi vida, porque era la espectacular rubia que había conocido en aquella desenfrenada noche barcelonesa.

Ella no me reconoció, seguramente debido, a que aquella noche ella estaba hasta las cejas de alcohol o que no estuve a la altura debida como amante.

La entrevista trascurrió bajo los cánones de las típicas entrevistas de trabajo, me hizo unas cuentas preguntas, examinó mi currículum y me dijo que la secretaría me llamaría al día siguiente para saber si había sido seleccionado.

Salí del edificio con la imagen de la rubia en mi cabeza y seriamente descorazonado, no por la entrevista laboral, sino porque la rubia ni se acordaba de mí. Mi ego masculino estaba tocado en la línea de flotación.

A media tarde, me despertó, de mi sagrada siesta, el tono de un SMS. Lo busqué a tientas, lo abrí y leí:

-Tu currículum me ha impresionado, tus respuestas acertadas y contundentes; el trabajo es tuyo. Por cierto, me hospedo en hotel Reina Isabel, habitación 512, no me gusta mezclar el sexo con el trabajo. Te espero.

No pude más que alegrarme, no sé si por haber entrado de nuevo en el mercado laboral o volver a perderme en la promiscuidad de aquella felina rubia que me esperaba en la 512.

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18 marzo 2010

La sorpresa de Apolonia


Fuente de la imagen: Pixabay

Era el primer sábado de primavera, me asomé al balcón y un magnífico día se abría ante mí. A mi lado me sonreía y movía el rabo mi perrita Apolonia, que no sé porqué, sabía, que hoy tocaba gran paseo por el parque y muchas, muchas carreras detrás de su pelota multicolor.
Después de desayunar, a eso de las diez y media, salí con Apolonia en dirección al gran parque que hacía bien poco, había sido inaugurado por el señor Alcalde a bombo y platillo, porque las elecciones estaban a la vuelta de la esquina. 
El parque estaba a quince minutos, a pie, desde mi casa. Tengo que reconocer que era magnífico, de no sé cuantos metros cuadrados de zonas verdes y de esparcimientos varios. Un lujo para aquellos que lo podíamos disfrutar, de cuando en cuando.
Para llegar a él, teníamos que atravesar unas viejas ramblas que estaban repletas de vetustos árboles, en su mayoría, plátanos, Platanus Hibrida, como los solía llamar mi padre, que se perdían en el cielo.
Apolonia, se había acostumbrado a hacer sus necesidades por los rincones de aquella larga rambla, por la sencilla razón de que, entre semana, esa era la zona de sus carreras y juegos.
Como siempre, empezó a dar vueltas como buscando un tesoro perdido, pero claro, yo sabía que el resultado, no iba a pasar de una deyección mal oliente. Por fin, encontró el lugar, y mirando hacia las copas de los plátanos, como buscando ayuda del cielo, defecó una cantidad considerable de excrementos.
Esto es lo menos que me gusta de tener un perro, los queremos tanto, que le recogemos la mierda durante muchísimo años, pero claro, hay que estar para las verdes, pero también para las maduras.
Después de su acción escatológica, Apolonia salió corriendo como liberada de un gran peso. Yo saqué de mi bolsillo una bolsa de unos grandes almacenes muy cotizados en mi ciudad, muy grande para mi gusto, que había cogido del guarda-bolsas de mi casa, y recogí, con sumo cuidado, la defecación para tirarla a la primera papelera que encontrara.
Mientras mi perra corría de aquí para allá, yo llevaba en mis manos la bolsa del gran centro comercial, con los restos de una buena digestión canina, buscando donde depositarla.
Por fin, divisé una papelera, que estaba al otro lado de calle. De un silbido llamé a mi perrita, que corrió hacia mí. La até en corto en un banco cercano y me dispuse a cruzar la calle. Cuando estaba en la otra acera, oí el ruido ensordecedor de una motocicleta, giré la cabeza y pude ver claramente que se acercaba a gran velocidad. Casi sin tiempo a reaccionar, el acompañante, de un tirón, me arrebató la bolsa y se perdieron calle abajo. Me quedé unos instantes sin saber que hacer, pero al pensar en lo que se iban a encontrar mis encantadores ladrones cuando abrieran la bolsa, me tuve que sentar en el bordillo de la acera, riendo a mandíbula batiente. Mientras, Apolonia me miraba sin entender absolutamente nada y moviendo el rabo, solo queriendo que siguiéramos nuestro camino, hacia el destino que nos esperaba, en el gran parque, aquel esplendido sábado de primavera.

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https://steemit.com/spanish/@moises-moran/la-sorpresa-de-apolonia

17 marzo 2010

¿Qué estoy leyendo?

Después de leer La Tesis de Nancy, de Ramón J. Sender, un libro muy recomendable para su lectura, comienzo con Vector de Robin Cook, a ver que tal está.