28 abril 2023

El límite

 

Fuente: bing


No llegué. Me desvanecí cuando solo me quedaban trescientos metros para cruzar la meta. Cuando me desperté, no sabía ni dónde estaba ni qué había ocurrido, hasta que caí en la cuenta al ver mi dorsal. Mi primer impulso fue levantarme. Tenía que terminar la carrera, pero el médico me paró en seco. La carrera se había acabado para mí. El mundo se me vino abajo. Tanto tiempo de entrenamiento para nada, pero una nunca sabe qué te puede ocurrir. Mi madre me lo decía: hoy estás aquí y mañana allí. Sí, hay que vivir el momento. El Carpe Diem, lo llaman. Aceptar lo que te venga y cuando te venga. Lo acepté. Estuve en la camilla más de media hora hasta que me recuperé. Me levanté y le pregunté a mi entrenador dónde me había desvanecido y me llevó hasta el lugar exacto. Allí, el frío de Atapuerca se colaba por cada poro de mi piel, y mientras observaba el punto donde había caído, sentí una mezcla de frustración y determinación. Al acabar el evento, cuando ya casi se habían ido todos, fui hasta el punto donde me desmayé. Cada paso que daba era una mezcla de recuerdos y sensaciones. Recordaba el entrenamiento, los madrugones, las tardes en el gimnasio, las carreras bajo la lluvia. Recordaba las palabras de aliento de mi entrenador, el apoyo incondicional de mi familia y amigos. Y ahora, con el silencio de Atapuerca como testigo, sentía cómo cada paso resonaba en mi interior. Recorrí los últimos trescientos metros despacio, a trote cochinero, sintiendo cómo mi cuerpo volvía a activarse, cómo mi cerebro se volvía a concentrar. El aire frío de Atapuerca cortaba mis mejillas, pero eso no importaba. Lo único que importaba era ese momento, esos últimos metros que habían quedado pendientes. A medida que avanzaba, sentía que el peso de la frustración se desvanecía, sustituido por una calma inesperada. Los árboles a los lados del camino se difuminaban mientras me concentraba en el sonido rítmico de mis pies golpeando el suelo. Cada paso era una pequeña victoria, una reafirmación de mi voluntad. Cuando finalmente crucé la meta simbólica, una oleada de emociones me invadió. No había público, no había aplausos, solo el susurro del viento y el murmullo lejano de la naturaleza. Pero para mí, era suficiente. Me detuve un momento, respirando profundamente, sintiendo el aire frío llenar mis pulmones. Había terminado. Tal vez no como lo había planeado, pero había cerrado el círculo. Miré hacia el horizonte, donde el sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de colores cálidos. Sonreí, aceptando que la vida no siempre sigue el plan que trazamos, pero siempre ofrece la oportunidad de terminar lo que comenzamos, a nuestro propio ritmo. Esa tarde en Atapuerca, aprendí una lección valiosa. No siempre se trata de cómo terminas, sino de no rendirte, de encontrar la manera de seguir adelante, incluso cuando todo parece perdido. Y así, con el corazón en paz y la mente serena, supe que, de alguna manera, había ganado mi carrera.