23 abril 2010

El primer impulso

Todo empezó  de repente y, tengo que reconocerlo, nunca he sabido por qué. Comenzó  un día de primavera, al llegar a casa después del trabajo, a eso de las ocho de la noche. Él estaba esperándome sentado, fumando y bebiéndose una cerveza. Al entrar, me dijo en tono despectivo:

-Esta es la tercera vez que llegas tarde, ¿a quién te estás tirando?
-¿Qué  dices? Tú estás loco.
-¿Loco? Puta de mierda. ¡Dime! ¡¿A quién te estás follando?!
-Tienes que dejar la bebida, sabes que no te sienta bien.

Justo en ese momento, se levantó y me propinó un puñetazo que me dejó sin sentido y me rompió un diente.
Cuando recobré  el sentido, era de madrugada y tenía el regusto amargo de la sangre en la boca. Los niños estaban dormidos y él también. Pensé  en lo que había pasado. Sabía que si no paraba esto, las agresiones irían a más, y terminaría por matarme. 
El primer impulso fue cortarle el cuello con el cuchillo grande de cocina. Pero tengo dos hijos que alimentar, y si lo hago, me pasaré quince años en la cárcel.
Pero quería que él supiera que esto no se iba a quedar así. De manera que afilé el cuchillo y me dirigí a mi alcoba. Antes, llame al 112, les dije que mi marido me estaba amenazando, desperté a mi hijos y los bajé al portal. Subí con rapidez, cogí todas las llaves de la casa, cogí el cuchillo y me dirigí a la alcoba. Encendí la luz, miré por unos instantes a un hombre que ya no conocía, que un día amé con locura y que ahora se había convertido en una bestia guiada por celos. Le puse el cuchillo en el cuello, lo desperté y cuando abrió los ojos, le dije:

-La próxima vez que me toques, te corto el cuello, porque algún día tendrás que dormir.
Hizo un intento de levantarse, pero apreté el cuchillo contra su cuello y supo que tenía que quedarse quieto y me gritó:
-¡Te voy a matar puta! 

Tengo que reconocer que volví a tener el impulso de rebanarle el cuello...pero no lo hice, ese no era el plan.
Huí tan rápido como pude, tiré el cuchillo al suelo, salí al descansillo y cerré la puerta con llave. Oía sus gritos desde dentro, dando golpes en la puerta, al tiempo que me llamaba de todo lo que no está escrito.
Cuando bajaba las escaleras, me detuve en el rellano, me toqué la mandíbula, todavía me dolía el puñetazo de la noche anterior, miré a la barandilla de hierro, respiré hondo y me dí un cabezazo con toda mi fuerza contra el filo. Casi pierdo el sentido del dolor tan intenso, la sangre me brotaba y me bañó el rostro de sangre.
Al llegar al rellano del portal, ya había llegado la policía que intentaron auxiliarme conteniendo la hemorragia. Mis dos hijos lloraban desconsolados viendo aquel espectáculo dantesco. Llamé a mi hermana para que se hiciera cargo de los niños, mientras yo iba a urgencias para hacer el parte de lesiones.
Hace muchos años que no sé de él, gracias a una orden de alejamiento que lo mantiene a más de quinientos  metros de mí y de mis hijos.

20 abril 2010

El velorio

Pintura de Felipe Morales Oaxaca, Mexico.
Juan Tomás, más conocido como Tomasito, siempre fue un chico retraído al que le costaba hacer amigos. Quizás, debido, a la dificultad innata con el verbo que lo llevaba a esconderse detrás de una sonrisa amable y un silencio forzado.
La primera vez que pisó un velatorio, fue a la edad de ocho años, cuando un tío lejano, que era pastor, se despeñó y se rompió la crisma por tres sitios. Se sentó al lado de su madre, en una de las sillas que estaban dispuestas alrededor del féretro en el salón del tío lejano.
Tomasito observó  como todos llegaban y les daban el pésame a los familiares, incluido al él, porque muchos no sabían que era un sobrino, también, lejano.
Quedó  impresionado con la solemnidad de aquel acto y cada vez que tenía conocimiento de que su madre iba a un velatorio, se las ingeniaba para ir con ella y compartir unas horas con los parientes del fallecido.
De esta manera, Juan Tomas, Tomasito, le fue cogiendo el gusto a eso de asistir a los velorios y cada vez que podía, iba con su madre y cuando no, iba a la puerta de la iglesia a ver quien había fallecido, preguntaba por el pueblo dónde vivía el muerto y luego se presentaba a darles el pésame a los familiares.
Juan Tomás creció, estudió en la universidad, trabajó y siguió  con su extraña costumbre de ir a todos los velatorios. Las gentes del pueblo se fueron acostumbrando a verlo sentado haciendo compañía a los familiares y cuando, en alguna ocasión, no pudo asistir debido alguna enfermedad, los asistentes lo echaban de menos.
No cabía duda que, Tomasito, era el personaje más conocido del pueblo, tanto que un día, a un año de las elecciones locales, un partido local, le propuso ir como cabeza de lista y, después de valorarlo mucho, aceptó la propuesta.
Cuando se abrió  el plazo electoral, Tomasito, alternó la campaña electoral con la asistencia a los velorios, consolaba a los familiares y hablaba de sus proyectos políticos.
Juan Tomás, barrió en las elecciones, sacando mayoría absoluta en el consistorio, y a partir de ahí, pasó a llamarse, D. Tomasito.
El señor Alcalde, D. Tomasito, ejerció sus funciones públicas como nadie lo había hecho hasta entonces y, por supuesto, nunca dejó de asistir a los velorios en los que, además de reconfortar a los familiares, oía y tomaba nota de los problemas de sus convecinos.
Así, los velatorios del pueblo, se convirtieron en un lugar donde se velaba a los muertos, se consolaba a los familiares y se resolvían los problemas del pueblo.

08 abril 2010

¿Qué estoy leyendo?

Después de leer, El ángel más tonto del mundo de Christopher Moore, un libro, que tengo que decir que no me ha gustado porque no me gustan los libros que buscan el humor fácil y sin sentido. 
Ahora abordo, La Dalia Negra, de Jame Ellroy, 


A ver si cubre mis expectativas.

02 abril 2010

Jenn, El amor truncado


La primera vez que la vi, entró por el pasillo central de aquel viejo instituto con el DNI en la mano y unas gafas de montura fina y plateada que no lograban esconder sus grandes y hermosos ojos negros.
La observé desde lejos mientras el funcionario, con una lista en mano, nos iba llamando para realizar la prueba técnica que determinaba quién ocuparía una de las plazas temporales mediante un contrato de acumulación de tareas.

Después de su entrada, la perdí de vista. Al finalizar la prueba mecanográfica, salimos todos al mismo tiempo. La busqué entre la multitud, pero no logré encontrarla.

Una semana después, publicaron las listas. Mi nombre estaba allí. ¡Mi primer trabajo!
Tras el papeleo, nos citaron para comenzar el primer lunes de noviembre, a las dos de la tarde.

A esa hora exacta, me encontraba entre los diez seleccionados, esperando las primeras instrucciones. Los compañeros fueron llegando con cuentagotas. Pasados unos minutos, apareció ella. Sentí cómo algo se agitaba dentro de mí, el corazón se desbocó. También había sido elegida.

A las dos en punto, una voz ronca, curtida por el tabaco, retumbó en la sala ordenándonos que lo siguiéramos. Nos dio las indicaciones básicas: entre sobres y cartas transcurrirían nuestras horas.

Con el paso de las semanas, fuimos conociéndonos. Yo encontré pretextos para acercarme poco a poco a ella. Cada conversación nos unía más.
Le conté que venía de una larga relación; ella, que tenía novio desde los quince. Mi ilusión se desmoronó. Aun así, seguíamos hablando cada tarde, hasta que a las nueve, su novio aparecía para buscarla. Y entonces volvía a contar las horas hasta el día siguiente.

Sí, me enamoré. De su dulzura, de su timidez, de su voz.

Al tercer mes, sabíamos que algo había nacido entre nosotros. Las miradas cómplices y las caricias furtivas confirmaban lo inevitable.

Un día de enero, nos encargaron bajar unas cajas a un pequeño almacén. Bajamos juntos. En la penumbra, rodeados de papeles olvidados, tomé su mano, la miré y la besé.
Nos dejamos llevar, hasta que se apartó.

—Esto no puede seguir —dijo—. No puedo sentir esto mientras él me espera arriba.
—¿Lo amas? —le pregunté.
—Creo que sí... Pero tú me haces sentir cosas que jamás había sentido.

Las lágrimas rodaron por su rostro. Subió las escaleras sin mirar atrás.
Yo me quedé allí, en medio del almacén, sintiendo cómo los pedazos de mi corazón se rompían bajo mis propios pasos.

Al día siguiente, me habló con frialdad. Tenía un compromiso y debía respetarlo. Todo había terminado.

Los meses siguientes me refugié en los brazos de una compañera encantadora que también buscaba abrigo en mitad de la tormenta. Y la tormenta pasó.

Cuando el contrato terminó, celebramos una cena de despedida. Me senté a unos metros de Jenn. Nos miramos. Sonreímos. Sin palabras, nos dijimos lo que aún no había muerto.
Ella se marchó temprano. Yo, al salir, le propuse llevarla a casa. Aceptó con una sonrisa.

Durante el trayecto no hablamos. Solo nos mirábamos y sonreíamos.
Antes de llegar, me pidió que detuviera el coche. Me tomó la mano.

—Quiero sentir esto una vez más. Esa emoción que me sacude, que me recuerda que estoy viva.

La besé con suavidad. Sus ojos, llenos de lágrimas, no necesitaban palabras.
La dejé unos metros más arriba, frente a su casa. La vi alejarse como quien busca un camino perdido.

Años después, la encontré en una zapatería, con un vientre redondo y una sonrisa intacta.
—¡Jenn! —la llamé.
Giró, me reconoció y me abrazó.

Tomamos algo en la cafetería del centro comercial. En unas horas, nos pusimos al día.
Entonces sonó su móvil.
—Es mi marido. Está esperándome en el garaje. Antes de irme, dime: ¿por qué aquella noche no me propusiste escaparnos? Yo lo deseaba. Quizás todo habría sido distinto.

La miré:
—Porque supe que no te haría feliz. Eres demasiado buena. Y yo... medio brujo.

—Pero...
—Ve, tu marido va a sospechar.
—Que piense lo que quiera.

Me tomó la mano. Y sentí, otra vez, ese amor enterrado bajo diez años de cenizas.
Me besó.

—Nada ha cambiado, ¿eh? Seguimos siendo los mismos tontos enamorados.
—Sí, Jenn. Sí.

Se levantó, se secó las lágrimas y me dejó allí, pala en mano, listo para cavar otra tumba. Una más para sus besos, sus caricias y su sonrisa.