Cuando me desperté ahí estaba, justo a mi lado y me abrazó sin decirme nada. Solo esperando a que no me levantara, pero, una mañana más, me levanté, me duché, me vestí y desayuné. Cogí mi maleta, pero no pude levantarla, como si estuviera pegada al suelo. Luego intenté abrir la puerta, pero tampoco pude, así que me desvestí, me puse el pijama, fui a mi habitación y observé mi cama; ahí seguía el miedo. Una vez más había logrado vencer. Sabía que a la mañana siguiente volvería a inocularme el veneno del miedo y yo volvería a intentar vencerlo.
El miedo es una sombra que se desliza sin ser vista, una presencia que habita en los rincones oscuros de nuestra mente. Es un susurro persistente que nos dice que no podemos, que no debemos, que es mejor quedarse en la seguridad de lo conocido. Nos paraliza, nos roba el aliento, nos encierra en una prisión invisible donde cada paso es un desafío, cada decisión una batalla.
Me he dado cuenta de que el miedo no es solo un enemigo, sino también un espejo. Refleja nuestras inseguridades, nuestros temores más profundos, aquellos que preferimos no enfrentar. Nos muestra nuestras limitaciones y, al mismo tiempo, nos reta a superarlas. Cada mañana, al despertar, el miedo está ahí, esperando el momento preciso para atacar, para recordarnos nuestras fragilidades.
El miedo tiene el poder de convertir lo cotidiano en una prueba de fuego. Un simple gesto, como levantar una maleta o abrir una puerta, se convierte en un acto heroico. Y aunque parezca que siempre logra vencer, la verdadera lucha reside en nuestra capacidad de intentarlo una y otra vez. Cada día que enfrentamos el miedo, aunque sea con pequeños pasos, estamos ganando terreno. Puede que no logremos grandes victorias, pero cada intento es una declaración de nuestra voluntad de no rendirnos.
El miedo también tiene una extraña manera de enseñar. Nos obliga a mirar dentro de nosotros mismos, a entender lo que realmente nos importa. En sus garras, descubrimos nuestras verdaderas prioridades, lo que estamos dispuestos a luchar y lo que podemos dejar atrás. Enfrentarlo, una y otra vez, nos transforma, nos fortalece, nos prepara para la vida con una comprensión más profunda de nosotros mismos.
Esa mañana, al volver a mi habitación y ver al miedo en mi cama, comprendí que mi batalla no era única. Todos llevamos nuestras propias cargas, todos enfrentamos nuestros propios demonios. Lo importante no es ganar todas las veces, sino seguir luchando. Porque en la persistencia, en la tenacidad de cada intento, se encuentra la verdadera victoria.
Sabía que a la mañana siguiente el miedo estaría ahí de nuevo, esperándome. Pero también sabía que yo estaría listo para enfrentarlo, con la esperanza de que, algún día, mi fuerza superaría su sombra. En ese constante vaivén, en esa danza interminable entre valentía y temor, reside la esencia de nuestra humanidad.
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