01 mayo 2014

Secuestrar al lector



Pienso que el novelista tiene que secuestrar al lector y no a punta de pistola, sino con su historia. El que no lo consiga está muerto y su novela acabará en la papelera de reciclaje o apuntalando la pata de una mesa coja.

La novela nació para contar historias, para que el lector se sumerja en ella y se pierda, por unas horas, en los mundos inventados por el novelista. Cuando escribo, lo hago con ese objetivo, no tengo otro; solo quiero contar una historia inventada, no quiero sentar cátedra, no quiero reescribir la historia, no quiero trascender, no quiero enviar mensajes subliminales, no quiero re-definir el lenguaje, no quiero escribir un ensayo novelado, no quiero hacer una biografía de la realidad, solo quiero contar, solo quiero «mentir» y que el lector juegue con la historia que le propongo.

Sí, lo sé, hay escritores que piensan y hacen todo lo contrario, pero en este jardín hay flores de todo tipo. No me gustan las novelas que, en las primeras páginas, tengo que sacar el machete para avanzar o sacar la pala para salir de las arenas movedizas en las que me ha metido el escritor. Para mí la novela es disfrute y la lectura es un placer. Si consigo que el lector disfrute con lo que escribo, mi objetivo está conseguido. Todo lo demás son milongas. 

Lo dicho, intento ser un secuestrador de lectores, algunas veces lo consigo y otras no.

Cuando me siento a escribir, mi mente se convierte en un taller de sueños. Cada personaje es una chispa, cada trama un hilo que se teje con cuidado, buscando atrapar al lector en una red de palabras. No me interesa complicar las cosas; busco la fluidez, esa sensación de que cada página pasa sin esfuerzo, como un río que lleva al lector hacia el mar de la historia.

Hay quienes creen que una novela debe ser un laberinto intelectual, un reto que el lector debe superar. Yo prefiero pensar que la lectura es un viaje placentero, una oportunidad para escapar de la realidad, para vivir otras vidas y experimentar otros mundos. Mis historias son puertas abiertas, invitaciones a un baile donde la imaginación es la única regla.

No escribo para impresionar a la crítica ni para ganar premios. Escribo porque tengo historias que contar, porque creo en la magia de las palabras y en su capacidad para transportar a quien las lee. Cada novela es un intento de crear un puente entre mi mundo y el del lector, un puente que permita cruzar al otro lado y perderse en un lugar donde todo es posible.

Al final del día, mi satisfacción viene de saber que, al menos por un momento, alguien se perdió en mis páginas y disfrutó del viaje. Escribo para esos momentos de conexión, para esos instantes en los que el lector se olvida de todo lo demás y se deja llevar por la historia. Esa es mi meta, mi verdadera recompensa.

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