20 diciembre 2006

La puntualidad



La puntualidad es una virtud que definitivamente tengo, pero que en ciertos momentos se me revira como un perro rabioso, haciéndome perder la paciencia cuando los otros no la comparten. No puedo evitar sentir que la impuntualidad es una falta de respeto absoluto hacia las personas que sí valoran el tiempo. Y es que, cuando alguien llega tarde, lo que nos roba es precisamente el tiempo, ese bien tan preciado y finito. Muchos parecen creer que el tiempo se crea por generación espontánea, como si fueran magos espléndidos capaces de sacarlo de la chistera a voluntad: cinco, diez, veinte o incluso treinta minutos. Pero la cruda realidad es que ese tiempo se va, se escurre como agua entre los dedos y nunca regresa.

El tiempo perdido no vuelve. Se convierte en parte del pasado, en una oportunidad que ya no existe, en una cita que nunca comenzó a la hora adecuada. Lo curioso es que, aunque entiendo y valoro el peso de este concepto, no puedo dejar de ser puntual. Me gustaría poder relajarme, ceder, pero hay algo en mí que no lo permite. Esa sensación de incomodidad se parece a una alarma interna que me recuerda constantemente la importancia de respetar el tiempo de los demás y el mío propio. Quizá sea una mezcla de costumbre, responsabilidad inculcada desde la infancia y una percepción del tiempo como un recurso limitado que no se debe desperdiciar. Esa "inquietud" que me invade cuando sé que puedo llegar tarde actúa como un motor que termina siempre por empujarme a ser el primero en cualquier cita, como si así pudiera tener cierto control sobre lo que sucede a mi alrededor.

Me pregunto con frecuencia qué elementos psicológicos, personales, sociales, culturales, incluso matemáticos o físicos, intervienen en la puntualidad de las personas. ¿Por qué algunos parecen no tener la misma necesidad de llegar a tiempo? ¿Es un tema de crianza, de experiencias, de costumbres o simplemente de personalidad? Tal vez la puntualidad nace de una combinación de hábitos familiares y una valoración interna del respeto por los demás. He intentado analizarme y recordar cuándo empecé a ser puntual. ¿Hubo algún momento, algún episodio en mi vida, que marcó la importancia de llegar a tiempo? Pero, como en tantos otros aspectos de mi existencia, no logro encontrar respuestas claras, aunque sigo reflexionando al respecto.

A veces fantaseo con ser más irreverente, más inflexible con los impuntuales. Me gustaría levantarme e irme sin más cuando alguien llega tarde, dejar claro que el tiempo es valioso y que no estoy dispuesto a regalarlo. Sin embargo, no puedo. Quizá es por esa sensación de culpabilidad que me asalta al pensar que podría estar exagerando, o tal vez por la educación que recibí, en la que se me inculcó que la paciencia es una virtud. O quizás, simplemente, temo al conflicto, a enfrentarme a la incomodidad de dejar a alguien con la palabra en la boca. Algo dentro de mí siempre me obliga a esperar, a conceder esos minutos que sé que no volverán.

Quizá algún día logre ese equilibrio. O tal vez continúe siendo ese eterno puntual que aguarda con paciencia, observando cómo el tiempo pasa, confiando en que, en algún rincón del universo, esos minutos que perdí encuentran su razón 

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